El 25 de mayo recién pasado, el afrodescendiente George Floyd murió en una de las calles de Powderhorn, en Mineápolis, Minesota, Estados Unidos, como consecuencia de que, según las evidencias audiovisuales, durante 8 minutos y 46 segundos el oficial de policía Derek Chauvin presionó su rodilla contra el cuello del detenido, quien, esposado y boca abajo, en su agonía expresaba: «No puedo respirar».
Dicha acción de violencia policial ha desatado una ola de protestas en distintas zonas del mundo, las cuales censuran esta postal racista en un país que, a pesar de los logros a través del tiempo del movimiento encabezado por Martin Luther King, Premio Nobel de la Paz en 1964, aún fomenta la discriminación y las corrientes de una absurda supremacía racial.
Ahora bien, no solo en la sociedad estadounidense está concentrado el racismo. Es cierto: la rodilla de Chauvin equivale a las políticas antiinmigración o al combate del narcotráfico limitado a los criminales de origen latino en Norte-, Centro- y Sudamérica que estimulan las autoridades y sus simpatizantes estadounidenses. No, el virus que daña el raciocinio está enquistado en el planeta.
Guatemala no es ajena a la visión racista, esa que altera las circunstancias y presenta una superioridad traducida en actos de marginación en los ámbitos social, laboral y judicial, entre otros. Falsa y absurda porque no hay tal superioridad. Quien así se mire padece el complejo de un pensamiento mediocre que empieza por ni siquiera reconocer lo que ve en el espejo.
Vale apuntar que la Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial subraya en uno de sus considerandos: «... convencidos de que toda doctrina de superioridad basada en la diferenciación racial es científicamente falsa, moralmente condenable y socialmente injusta y peligrosa, y de que nada en la teoría o en la práctica permite justificar, en ninguna parte, la discriminación racial...».
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Respecto de nuestro país, la calidad multiétnica, pluricultural y multilingüe se proyecta en que guatemaltecos y guatemaltecas, sean mayas o afrodescendientes, mestizos o ladinos, reflejen su capacidad según el contexto político, deportivo, intelectual, científico, artístico y el amplísimo etcétera que implica la relación de la gente. Por supuesto, hay una superioridad, pero es la ejercida desde el poder económico y político, el que se impuso a sangre y fuego.
Precisamente, Marta Casaús, en su pródiga y profunda investigación, ha documentado que el racismo y la discriminación son fenómenos implantados para inducir el despojo y el sometimiento del que han sido víctimas los pueblos originarios. Ella y variedad de expertos han demostrado cómo la colonia, la independencia y diferentes procesos políticos han plasmado normas constitucionales y reglamentos con tintes racistas, por ejemplo la Ley de Jornaleros y la Ley contra la Vagancia, por citar dos de mediados del siglo XX con sello virreinal.
La verdad es que, como lo apunta la letra de la canción de los españoles Manuel Alejandro y Ana Magdalena, hecha éxito ochentero en la voz del panameño Basilio: «No hay un cielo negro. Hay un cielo blanco, hay un cielo blanco. / Hay un cielo inmenso para mirarlo, para mirarlo. / No hay sendero negro ni llano blanco, ni llano blanco. / Hay solamente sendero y llano, sendero y llano...».
Tal sendero es ese en el que hombres y mujeres nos encontramos a diario, ese en el que Luther King resaltó que hemos aprendido a volar como los pájaros y a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos. Y es que, parafraseando a este personaje, debemos entender que no es cuestión de si somos negros, amarillos o blancos, indígenas o arios, sino de que somos seres humanos y de que todos respiramos el mismo aire porque es para todos.
Si nos esforzáramos por entendernos, no lamentaríamos sinrazones como el asesinato del guía espiritual Domingo Choc Che.
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