Resulta que en esos pasillos se conoce a mucha gente. Pandilleros, asesinos, violadores, genocidas, rateros, banqueros, diputados… Pero nadie, exceptuando a los radiantes abogados defensores, acude con placer a este burdel. Uno de estos abogados, defensor de un expresidente, en una charla amena, cálida, sentados con otros reporteros en las gradas donde se prohíbe escupir, nos habló sobre algunos articuladores políticos de las Salas de Apelaciones. (Nota de traducción: el "articulador" es el conecte para lograr la mordida, el soborno, la sentencia a favor.)
Nos dijo que estos tiburones cazan a los defensores al salir de alguna audiencia y, como un médico que receta, les inquieren qué deben conseguirle al magistrado para que “le haga el favor de ayudarlo”. Habló de cómo una amante chantajeó al presidente de una Sala de Apelaciones pidiéndole un carro lujoso. Si no lo conseguía, dejaría caer la bomba: haría público que tiene un hijo fuera de casa, y la reelección del Magistrado se vería seriamente dificultada.
“¿Y qué hizo?”, le preguntó una amiga mía, intrigada.
“Le dimos un Audi. Qué más íbamos a hacer”, respondió con el acento con que un fanático restriega que su equipo ganó un clásico, el domingo. “Pero es algo que todo el mundo sabe”, sonrió el querendón abogado, y se despidió con un abrazo, con un beso a las chicas, mientras nosotros, los infames testigos, también reímos, pero de enterarnos de una noticia incomprobable que todos estamos convencidos, en el fondo, de que nuestro país así funciona muy a menudo, que esta parte morbosa de la justicia nos atrae porque nos reta a averiguar ese "algo más" que se mantiene apaciguado e inamovible detrás de las togas y de las largas sentencias pésimamente redactadas por los secretarios de los juzgados.
Antes de irnos, este abogado, soltó la última. “Mi hijo estudia Derecho en la Landívar y el otro día fui a ver una simulación de un debate en la Facultad. Tremendo para hablar”.
“Hijo de tigre sale pintado”, interrumpí.
“Pero yo reflexiono”, dijo él: “¿Para qué estudiar tanto, si cuando uno viene a la Torre de Tribunales se da cuenta de que esto es un mercado? Un bendito mercado”, repitió: “Todos tienen su precio. Créamelo. No es cuento”. Y sonrío arreglándose la corbata chingalavista antes de bajar en las gradas donde se prohíbe soltar escupidas.