El sistema democrático republicano de Guatemala tiene enormes defectos. Es lo que las élites han diseñado para poder beneficiarse, enriquecerse, perpetuarse en el poder, en el control del estado de cosas (las ideas, y las vidas de las mayorías), con ajustes y pequeñas victorias producto del empuje ciudadano y de dignos funcionarios.
¿Funciona? No demasiado, o no a favor de las grandes mayorías. Son la Constitución y las reglas de un estado cooptado, pero contienen algunos principios irrenunciables: la búsqueda del bien común, la separación de poderes, la preeminencia de los derechos humanos, el cumplimiento de las órdenes de la Corte de Constitucionalidad, intérprete última de la Carta Magna, por parte de las instituciones públicas.
Aunque no siempre se hayan cristalizado en las normas, hasta ahora estos principios han prevalecido por la fuerza de las convicciones y el apoyo de las fuerzas sociales. Los fallos de los magistrados de las instancias máximas, por ejemplo, han sido cumplidos por las instituciones a pesar de que muchos de ellos hayan sido producto de componendas de las mafias y el establishment.
A pesar de la prohibición constitucional de postularse como candidato presidencial por su pasado golpista, la Corte de Constitucionalidad falló a favor de que Efraín Ríos Montt se presentara en las elecciones de 2003. Diez años después la misma Corte, presionada por los sectores más conservadores del país encabezados por la patronal, el Cacif, anuló de un plumazo la sentencia por genocidio y delitos de deberes contra la humanidad dictada en contra de Ríos Montt.
Diversos estudios jurídicos sostienen que ambos fallos fueron violatorios de la Carta Magna, que respondieron a las posiciones políticas e ideológicas de los magistrados que los aprobaron, y a los intereses de sus patrocinadores.
Algo semejante sucedió con los fallos sobre las consultas previas, libres e informadas en materia de minería e hidroeléctricas. Pese a que se habían violado los procesos de una manera irreversible, la Corte dictaminó que con consultas a posteriori podrían seguir operando.
Pese a la oposición de amplios sectores sociales, las sentencias fueron respetadas y acatadas por las instituciones.
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Nosotros abogamos por una Corte que garantice un orden democrático basado en derechos humanos. Otros, por una de inclinaciones más autoritarias que garantice el Orden, con esa mayúscula casi metafísica. Pero las funciones esenciales de la Corte de Constitucionalidad son defender el orden constitucional del país, interpretar la Constitución en última instancia, garantizar el pleno goce de los derechos de los ciudadanos y detener los abusos de cualquier autoridad. Así lo establece la Constitución; así lo señala la doctrina; así lo reconoce la sociedad.
Cuando en mayo de 1993 el presidente Jorge Serrano disolvió con un acuerdo gubernativo la Corte Suprema de Justicia, el Congreso y la Procuraduría de los Derechos Humanos, fue la Corte de Constitucionalidad la que le impidió violar el texto fundacional y consumar sus aspiraciones dictatoriales.
Con todas sus imperfecciones, una democracia republicana se basa en el funcionamiento independiente de las instituciones que, como la Corte de Constitucionalidad, garantizan el equilibro del poder, el respeto a la Constitución y la protección de los derechos de la ciudadanía. Independiente no significa carente de inclinaciones políticas, ideologías u opiniones personales. Significa que no comprometa la función pública con intereses particulares. Implica, en realidad, tener un único compromiso: con los ideales constitucionales de la democracia y los derechos humanos. De lo mismo depende la república, tan cara hasta para los anti demócratas que dan lecciones desde sus tribunas, aupados en legajos legales y políticos.
Así, cuando el presidente y sus ministros desobedecen las disposiciones de la Corte de Constitucionalidad y amenazan a sus magistrados con procesarlos por no alinearse a sus intereses políticos y en muchos casos mafiosos, la posibilidad de un sistema democrático republicano elemental se resquebraja, y la frágil estructura del Estado de Derecho comienza a desmoronarse de manera difícilmente reversible: nos coloca a las puertas de una tiranía. Una tiranía es aquel sistema en el que todos estamos sujetos a las medidas arbitrarias e impredecibles de un grupo que domina a los demás.
Si la hacen valer de facto, la decisión de Jimmy Morales y sus aliados de dar por terminado el acuerdo de creación de la Cicig de forma unilateral rompe el orden constitucional porque, con absoluta impunidad, violenta principios democráticos, desobedece a la Corte de Constitucionalidad y desafía el ordenamiento jurídico internacional que Guatemala ha acordado respetar. Al igual que Serrano, por medio de un acuerdo gubernativo carente de validez e inferior a la norma que dio vida a la Cicig, Morales se arroga poderes ilegales e ilegítimos.
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Nuestra débil democracia siempre ha tenido fisuras, pero ahora está a punto de romperse. El respeto a los principios más básicos del Estado de Derecho pende de un hilo. La propia idea de soberanía es ahora mismo tergiversada. En lugar de significar el poder del pueblo, delegado con un mandato de bien común e interés general, y bajo el juramento de respetar la constitución, en el discurso oficial significa el poder de los representantes, utilizado como cheque en blanco para la arbitrariedad. Y solo la Corte de Constitucionalidad, presidida por una magistrada afín al Ejecutivo pero integrada por otros que han encontrado el valor y la dignidad para desafiar sus arbitrariedades, puede detener esta tragedia.
Defender la primacía de la Corte de Constitucionalidad no es una consigna de activistas opositores. Ahora es una responsabilidad histórica de todos los guatemaltecos para evitar caer al vacío. Y caer al vacío no es una metáfora. Es el peligro real de retroceder décadas en luchas sociales, políticas e incluso económicas que han costado muchas vidas. Condenarnos, y a las futuras generaciones, al subdesarrollo actual y creciente, a la desigualdad, la violencia, la injusticia; a la arbitrariedad de quienes tienen el poder.
No se trata de estar a favor o en contra de la Cicig, aunque nosotros desearíamos que la Cicig continuara, hasta septiembre y más allá; no se trata de sentirse de izquierda o de derecha, ambas posiciones son legítimas. No es un asunto de clase social, de filiación política, de nivel educativo, de ser liberal o conservador o socialista. Se trata de dignidad y de recuperar el sentido más profundo de lo político como forma de construir una sociedad justa, pacífica e incluyente. Podemos creer que el que Morales y aliados echen a patadas a la Cicig, como ha pedido el presidente de la Fundación contra el Terrorismo, no nos afectará en lo inmediato; es posible pero poco previsible (se resentirán aún más nuestros derechos, nuestra economía será aún menos libre y aún más corrupta, y nuestro Estado sufrirá una mayor embestida). Pero serán irremediables las consecuencias de que para ello dinamiten los cimientos de la democracia. Defender los fallos que ya ha dado la Corte ante la embestida del Gobierno es ahora defender la sociedad.
Los grandes rentistas, los capturadores de la economía, los cooptadores de la política, los criminales protegidos y los que se han enriquecido de mala forma y a costillas del Estado serán los verdaderos beneficiarios de estos días si les sale bien. Son estos los que luchan por restaurar el sistema de corrupción e impunidad. Jimmy Morales, sus ministros y los corrompidos diputados que apoyan este sinsentido son apenas peones obedientes emborrachados de poder que en menos de un año dejarán de ser útiles. En algún momento les tocará rendir cuentas ante la justicia y quienes hoy les utilizan los abandonarán, como ya hicieron antes.
Los magistrados de la Corte de Constitucionalidad cumplieron esta madrugada con lo que les manda la Constitución: defender los derechos de los guatemaltecos, preservar el Estado de Derecho, y enfrentar con valentía los oprobios. Lo han hecho con rigor y sin dilación, pero seguimos mirando el vacío desde el borde del precipicio. Las instituciones tendrán que acatar su resolución. Las instituciones tienen que acatarla y garantizar el retorno y la seguridad de los investigadores de Cicig y el libre funcionamiento de la Comisión. Y los ciudadanos, como titulares de la soberanía, habrán de ser en cualquier caso, ahora y en adelante, los garantes definitivos de la democracia.