El encuentro nos brindó a los interesados en la disciplina varios regalos, entre ellos la presencia de María Jacinta Xon, quien nos recordó que el arte es excluyente en su naturaleza. Lo señaló también Marilyn Boror al hacer notar que en los idiomas de los pueblos originarios ni siquiera existe una palabra equivalente a arte. Existe, en cambio, el prefijo aj-, que no corresponde a nuestra concepción de arte, pues la primera se refiere a un hacer colectivo, mientras que la segunda siempre ha tenido un carácter individualista. Por otro lado, se dice que los objetos poseen pensamiento o corazón, idea que puede asociarse a la manera como entendemos las piezas de arte contemporáneo: como poseedoras de un sentido profundo. Pero, mientas que la cultura occidental acaba por sacralizar el objeto (y, por extensión, al artista) por su valor en el mercado, los pueblos originarios locales respetan el objeto por formar parte de la naturaleza y del cosmos.
El arte contemporáneo también tiene la tendencia, como el capitalismo, a acomodar otros discursos al propio. Esto sucede incluso con planteamientos que surgen como crítica al poder hegemónico. El simposio planteó una mesa cuyo título era La Experiencia del Conocimiento del Arte desde No Centros, que evidencia esta tendencia: algo que los ponentes invitados no dejaron pasar por alto por suponer de entrada un centro en contraposición. Este desliz también reveló algo que desde la exposición que acompaña al simposio les queda claro a la gran mayoría de los invitados y participantes: el Arte Contemporáneo en Guatemala (a propósito en mayúsculas) es, en gran medida, urbano y responde principalmente a códigos y discursos occidentales. Esto no es necesariamente culpa de quienes organizaron el evento ni de los artistas, sino de la disciplina misma y de la manera como funciona alrededor del mundo.
Una contradicción es que una de las exigencias del arte contemporáneo es la disidencia, una preocupación que surgió en una de las discusiones del simposio. La disidencia es celebrada por críticos, curadores y teóricos del arte como motor de las revoluciones estéticas o parteaguas en el desarrollo del mundo cultural, pero, como lo señala Walter Mignolo, son disidencias y revoluciones que suceden en el interior de la lente occidental y dentro de la misma maquinaria del arte, subsumida por el mercado. Es por ello que el arte contemporáneo, con todo y sus disrupciones, resulta totalizante, con aspiración a la universalización de sus discursos y de su estética à la Duchamp.
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Se sigue de lo anterior que muchos artistas se guían por los modelos occidentales y que las obras que crean aspiran generalmente a dialogar con los grandes maestros (así, en masculino la mayoría de las veces) del arte posmoderno, por lo cual caen en el monólogo y resultan de ello versiones tropicales de la obra de Joseph Kosuth, Sol LeWitt o Lawrence Weiner, por poner algunos ejemplos.
No me malentiendan. No estoy abogando por el retorno al academismo (que también respondía a un discurso totalizador) ni a reducir los extraordinarios aportes de los artistas occidentales contemporáneos, de quienes podemos aprender y a partir de cuyos planteamientos podemos seguir construyendo conocimientos y planteando posibilidades: artistas que nos han enseñado a interrumpir las expectativas de la institución del arte y de las reglas del mercado como estrategia para ponerlas en evidencia y comenzar a botarlas, artistas que han demostrado, a través de lo simbólico, la importancia de la localización sobre la neutralidad. El problema es que en muchos casos corremos el peligro de hacer de sus prácticas y sus códigos estéticos un manual de instrucciones y generamos, a partir de este, una serie de normas a costa de múltiples y diversas expresiones y formas de creación. Así, resulta que el rigor de la escuela clásica fue puesto en cuestión para desarrollarse un nuevo rigor, ahora posestructuralista y posmoderno, con sus respectivas condiciones y criterios universales de calidad. Esto no significa estar en contra del arte contemporáneo —que no debería ser más que el proceso de la práctica creativa actual y el intercambio de saberes en lenguajes que trascienden el logocentrismo—, sino de cualquier sistema que se vuelva totalizante y, por lo mismo, excluyente.
(Continúa).
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