El tráfico me atrapó frente a la salida del aeropuerto La Aurora, por la que los deportados son arrojados a la Ciudad de Guatemala. Lugar de rostros que reflejan tristezas que se alargan mientras abordan alguno de los taxis blancos que hacen fila esperando por pasajeros. Rostros de hombres y mujeres que son exactamente lo opuesto a esas imágenes clásicas de un aeropuerto, en las que hay abrazos y reencuentros felices. A esta gente vestida con sudaderos blancos (cortesía de la Migra), tal vez los espera nadie. No hay expresiones de felicidad pero sí mucho de angustia que no se cuenta, mientras van despareciendo con rapidez.
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El tráfico avanza y la reproducción aleatoria me regala el sonido de un blues, como buscando tapar esas imágenes tristes con una banda sonora pensada desde la tristeza. Sin embargo, este blues cumple con el cliché del marketing en la pandemia, el mismo que salvó de la quiebra a los fabricantes de las Gibson les Paul: mujeres que tocan guitarras eléctricas.
Elijo ser atrapado por el sonido de las Larkin Poe, las hermanas Rebeca y Megan Lovell. Multiinstrumentalistas que combinan la actitud y arrogancia de voces, líricas y riffs que recrean la influencia del blues en el rock, que es capaz de contar historias sobre el desamor o la quiebra financiera, introduciendo en lo cotidiano la irreverencia como la marca de la casa.
Una columna de El País publicada en el lejano 2015, contaba cómo el autor de esas líneas fue a un concierto para ver a Suzanne Vega y casi terminó olvidándose de ella, entre las alabanzas a las teloneras –las Larkin Poe– a las que consideraba heroínas con las que esperaba volver a coincidir, por un ejercicio de «justicia poética».
Esa justicia poética, que tiene el sabor de tristeza añeja e ironía, se construye con canciones como Holy Ghost Fire (2020), los acordes de Bleach Blonde Bottle Blues (2020) y Preaching Blues que me hacen compañía mientras abro el adjunto del mensaje que dice positivo.
Omicrón me confina a una habitación los siguientes 10 días, en los que me entregó a la narrativa despiadada del Jesus of Suburbia (2004) que insiste en ser un hijo de la ira y el amor, mientras dibuja en palabras un canto de desperanza: «City of the death, at the end of another lost highway/ signs misleading to nowhere».
Al finalizar estas líneas, veo imágenes de la multitud en el Estadio Nacional de otra capital del Triángulo Norte. Todos son alabanzas entre rancias consignas de izquierda, para un nuevo liderazgo, que nombra gabinete incluyendo a un sobrino y un hijo entre los ministros de Estado. Me queda la sensación de que el mensaje es algo así como un bienvenidos de regreso a un nuevo inicio de lo mismo, en el cual el perdedor es el de siempre: el paupérrimo estado de derecho que expulsa sin ceremonias a esos mismos que luego son arrojados en sudadero blanco al punto de inicio.
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