Argumentos a favor de cada una de estas posiciones no faltan. «Con su instauración, la comisión de crímenes no baja», dirán algunos (efectivamente con razón). Otros, desde una posición evidentemente conservadora, alegarán que la sociedad necesita defenderse de los atropellos de los asociales, por lo que la pena de muerte es un buen castigo para aquellos que «ya no tienen arreglo».
Quizá sea necesario dejar sentado desde un inicio de la discusión, tomando datos incontrastables de la ciencia psicológica, que en la condición humana misma anida la transgresión. Más aún, podríamos atrevernos a decir que ese es el costo de la civilización. El ser humano es una construcción social, producto de una historia tanto colectiva como subjetiva. Sin cultura, sin símbolos, sin normas sociales, no hay ser humano. El instinto pretendidamente puro no explica nuestra complejidad. Si algo nos lleva de la cría humana (esa criatura de carne y hueso, con forma humana, surgida de un vientre materno) a convertirnos en un sujeto adaptado, normal, que trabaja y reproduce tanto el colectivo cultural como la especie biológica, ese algo es el ingreso a la civilización, es decir, las normas de convivencia, las prohibiciones. ¿Por qué el incesto está prohibido? ¿En qué gen viene la noción de propiedad privada? No puede haber orden humano si no hay una ley que ordene, que libre del caos. Pero en ese proceso de ingreso al orden legal, simbólico, siempre existe la posibilidad de infringirlo. Todos lo hacemos (¿quién no se pasó un semáforo en rojo, copió en un examen o se echó una canita al aire?), pero sentimos culpa por ello. A eso lo llamamos normal (o, en términos psicológicos, neurosis). Algunos, no obstante, se construyen como humanos que no sienten culpa: son los transgresores, los asociales, los delincuentes (matan, violan, roban, estafan). La sociedad moderna se protege de ellos poniéndolos entre rejas. O condenándolos a la pena de muerte.
Aquí surge el problema: en las distintas posiciones respecto a esta última se traslucen proyectos generales, actitudes filosóficas de fondo, aunque no se los explicite: por un lado, el respeto por la vida y la diversidad junto a la esperanza en el ser humano, mientras que en su antípoda, para quienes apoyan la pena, una visión conservadora de las cosas en la cual la defensa irrestricta del orden constituido tiene preeminencia sobre otros aspectos. En esa lógica, la propiedad privada puede llegar a ser más importante que la vida misma.
Actitud progresista versus mentalidad conservadora son los polos de la discusión. Y la discusión, sin dudas, está instalada en la sociedad guatemalteca. Ahora bien, lo que se quiere destacar aquí es el significado que tiene el hecho de pedir la implementación de la pena, el tomarlo como solución a la crisis de violencia que se vive. O, más aún, el levantarla como una meta en sí misma, incluso encomiable para una campaña política (Baldizón lo hizo, por ejemplo). En definitiva, si algo puede ser sintomático de la historia nacional es por qué un porcentaje grande de la población puede ver como positivo apagar incendios con cubetazos de gasolina. ¿Por qué se puede pedir más violencia para detener la violencia? Más aún, pese a la evidencia empírica que demuestra, datos en mano, que la pena de muerte no reduce los índices de criminalidad (como tampoco los reducen los linchamientos, que serían algo así como justicia popular por mano propia), ¿cómo es posible que se siga pidiendo violencia para enfrentar la ola de violencia?
La controversia creada en torno a la pena de muerte, así como la relativamente amplia aceptación de que gozan los linchamientos o la tenencia de armas de fuego por parte de ciudadanos civiles, nos hablan del perfil de nuestra sociedad: ¡estamos enfermos de violencia!
Cuando el ahora expresidente Alfonso Portillo reconoció en plena campaña política que había matado no solo a una, sino a dos personas, y puso eso como ejemplo de «lo que podría llegar a hacer por defender su país», el hecho, en vez de ser condenado, aumentó su popularidad. Ello explica el molde con que nos movemos: estamos convencidos de que la violencia puede resolverse apelando a más violencia. Estamos tan acostumbrados a la violencia, la naturalizamos tanto, que hay que apelar a ella para vender. Pero debe de haber otros caminos además de la violencia. ¿O estamos condenados a ella?
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