Cuando tenía unos 13 o 14 años, luego de que mi primo lograra obtener su licencia de conducir, como detectives acudíamos incansablemente a escuchar las presentaciones de los libros que se daban en esa época. A ambos nos gustaba ya escribir, pero sobre todo leer. Buena parte de mi inspiración nacía gracias a los libros que mi primo me sugería, y comentábamos por horas sentados en el techo de la casa viendo caer los aviones. Eso nos daba la impresión de que la ciudad no era tan grande como pensábamos o de que el tráfico —el hecho de andar en carro— nos separaba en burbujas como viviendo en un archipiélago.
Íbamos a oír y a comprar los libros que luego leíamos para comentarlos entre nosotros. Usualmente adquiríamos dos, uno para él y uno para mí, con el fin de intercambiarlos. Casi siempre pasábamos a que nos los autografiaran, y ahí andan esos garabatos memorables. El gran epicentro era, para entonces, Mario Monteforte Toledo, cuyas anécdotas como mentor de una generación de escritores que peregrinaban a su casa para platicar con él y aprender conocería años después.
Una persona que recurrentemente participaba en las presentaciones era José Luis Perdomo Orellana. Con un vocabulario extenso y con palabras pendientes de buscar en el diccionario, descifraba con estalagmitas lingüísticas los textos de los otros, de manera que aportaba un metatexto que complementaba, que empedraba con cuidado, las llanuras de la realidad, que era al final lo que los autores y nosotros, los lectores, construíamos en nuestro paso por los libros.
Cierta vez fuimos con mi primo al Fondo de Cultura Económica, cuando aún estaba situado en la rotonda de la Plazuela España. Un edifico antiguo, como los que visité en Buenos Aires, con los elevadores pequeños y viejos —así los recuerdo— y en un ambiente lúgubre, sin luces en los pasillos. Llegamos a un teatrito, donde nos sentamos a la mitad del graderío. Se presentaba la película La colmena, basada en el libro del premio nobel Camilo José Cela. Después de la función se ofrecía un conversatorio en el cual participaban Monteforte y Efraín Recinos.
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Nuestra conmoción llegó cuando, al encender las luces, notamos que éramos los únicos asistentes en el teatrito. Y entonces Monteforte y Recinos se dedicaron a charlar sobre la película y sobre otras cosas en un ambiente informal que nos incluía a la pareja de espectadores, quienes parábamos las orejas ante anécdotas verdaderas e inventadas. Salimos del lugar junto con Monteforte, con quien caminamos al estacionamiento bromeando mientras cruzábamos la calle y nos despedimos con un abrazo.
Nunca fuimos amigos con Perdomo ni con Monteforte, sino que más bien este mundo literario era visto como ajeno, como que éramos del auditorio, el cual nos acercaba a conocer libros que después, en nuestras habitaciones, leíamos para encerrarnos en charlas hasta las madrugadas. Entre estas conversaciones, comentando El señor presidente, resaltó el capítulo en el cual se menciona el ojo de vidrio del Pelele, ese mendigo desquiciado que dormía en el Portal del Señor y que había asesinado al coronel Parrales Sonriente. Ese ojo se convierte en una visión aterradora y caleidoscópica de lo que ocurre, pero que busca ser ocultado —el asesinato de Parrales debía atribuírsele a Eusebio Canales, el enemigo del presidente—, lo cual no se logra. El ojo, desde lo surrealista y como parte de una locura inédita, líquida y fascinante, encarna la revelación oscura y por ratos inentendible.
A estas formas de narrar las apodamos vidrios desde entonces. Hasta la fecha usamos ese término para describir cuestiones enjutadas y grotescas, aunque en el fondo repletas de figuras hermosas y danzantes. Perdomo, sin saberlo, fue parte de este universo de vidrio en el que transcurrieron nuestras adolescencias y que golpea de vez en cuando como la ventanita del pintor Juan Pablo Castel. Un caos que ha quedado para siempre en nuestras pláticas.
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