La política está hecha de relatos, por eso los discursos conservan en ella un papel tan central. Desde el momento en que los asuntos de gobierno trascendieron el espacio del palacio y de la corte, en que la comunicación se hizo de masas y el sufragio se volvió universal, los estadistas que timonearon la Historia posiblemente son tan recordados por sus grandes decisiones como por las palabras que pronunciaron, si es que acaso no son lo mismo.
Los genios políticos tienen la virtud de consolidar la forma en que un país se ve a sí mismo, o de hacerla saltar por los aires y transformarla; de conectar las emociones de los ciudadanos con su pasado, su presente y su futuro, de distintas formas. Lo escribió Clinton: “Cuando crecí y me metí en política, siempre tuve claro que mi trabajo principal era darle a la gente la oportunidad de tener mejores historias”. El relato de los políticos busca explicar la realidad, reconfigurándola, iluminando unas esquinas, olvidando otras, embelleciéndola, y triunfa cuando logra convertirse, en apariencia, en una cuestión de sentido común.
Pero el sentido común no existe, y las palabras no solo dicen: también hacen. Lo escribió Obama: “Ojalá pudiera hallar las palabras justas. Con ellas, todo podría cambiar”.
La comunicación política es emotiva: su reino es el de la metáfora. Y es narrativa: nuestros cerebros detestan el dato, la confusión y la contradicción, porque, perezosos por naturaleza, no encuentran en ellos fácilmente sentido. Por eso buscan historias simples, consistentes aunque sea solo en apariencia, y adrenalínicas. Nuestros cerebros buscan atajos.
La historia de florecimiento y regeneración que Portillo nos ofrece desde hace semanas es eso: un atajo poderoso, corto, inspirador. Una metáfora que busca darle una nueva coherencia a su relato; mejorarlo también. Su metamorfosis no es como la primavera violenta y dolorosa de TS Eliot (“Abril es el mes más cruel: hace brotar/ lilas de la tierra muerta, mezcla/ memoria y deseo, agita/ raíces adormiladas con lluvia primaveral”), aunque salir de nuevo al mundo, después de un tiempo en fuga y un lustro en prisión, no parezca el asunto más sencillo. La metáfora de Portillo, cargada de emociones, es un prodigio de espiritualidad, plenitud y humildad que intenta eliminar, con un simple reencuadre de su cuento, un pasado reconocidamente delictivo, o por lo menos emplearlo a su favor.

Y así, mejorando su historia, Portillo ofrece mejorar la nuestra, la que nos queremos contar.
Portillo se identifica tácitamente a sí mismo con Guatemala y su presente con el futuro del país. Él sabe llegar, nos está diciendo en lenguaje figurado, porque ya ha llegado. En su descripción de sí mismo, Portillo es el hombre que ya alcanzó el futuro: nuestro mañana tiene su forma; él es espejo y modelo del porvenir. Él es el hombre regenerado que viene a regenerar la política, el hombre nuevo que forjará, con el mayor desapego de las cosas mundanas, pequeñas, con la mayor frugalidad, un país flamante y fértil, es, más que el hijo pródigo, el redentor que se liberó de las vanidades, del ego, de la ambición, el humano demasiado humano que conoció el abismo y en él halló purificación, la víctima —aun si de sí mismo— llamada conciliar un país roto y a dar guía.
El esfuerzo de Portillo por parecer desinteresado es tan notable como notoria su dificultad para no delatar que no lo es tanto.
Pero con esta narración intenta más de lo que parece. No solo conecta con sus seguidores de siempre, sino con esa narrativa cristiana que está inscrita en nuestra cultura y en nuestras mentes, y por lo tanto nos hace bajar la defensa, porque nos resulta familiar y cómoda y comprenderla no nos exige demasiada atención. Y además cuenta una historia que les resulta emocionalmente aceptable también a quienes se dicen más racionales, más pensantes (y con ello los desarma un poco): a aquellos que sostienen que el Estado, tal como lo conocemos, carece de sentido, que nada o poco se puede conseguir ya con él, que hay que darle vuelta.
No es estrategia exclusiva de Portillo, aunque otros (Roberto Alejos, por ejemplo) no han dado aún con ese gozne que articule la historia personal y la colectiva de manera tan meticulosa. Desde Panamá, y un centímetro más cerca de lograrlo, el expresidente Jorge Serrano Elías es otro que lanza consignas en contra del sistema actual, de la captura del Estado, y con actitud más beligerante y cierto revuelo virtual (¿creerá él también en las revoluciones facebook?) llama a la reforma. Debería venir y hacer binomio, aunque fuera en las sobremesas. Lo malo es que está fugado.
En definitiva, la vida que presenta Portillo como relato vuelve concreta una de las promesas electorales más vagas y más conmovedoras: el cambio. Como aspiración, la vida que Portillo presenta es nuestro anhelo colectivo: transitar de la podredumbre a una regeneración feliz y sin trauma, del lodazal a la pradera florida.
¿Cómo llegar? No está claro. Solo sigamos a Portillo.
¿Quién no lo aceptaría, si lo creyera?