Creyendo que el problema era que no querían que se les estropeara la pintura del poste de luz (aunque la cadena de mi bicicleta tiene forro de tela), le informé a la mujer que no había problema, que iba a atar la bicicleta al árbol que estaba a dos metros de allí. «No, tampoco en el árbol —me replicó, para mi estupor—. No está permitido amarrar bicicletas en ningún lugar». Asombrado, la cuestioné de nuevo: «¿Está prohibido amarrar bicicletas en la sexta?». «Sí —me confirmó—, están prohibidas las bicicletas».
Como dialogar con los empleados de Álvaro Arzú es inútil (ya lo sabe cualquier ciudadano que lo haya intentado) y detrás de la mujer había un vehículo de la comuna con dos agentes dentro, decidí evitar problemas y caminé dos cuadras al único parqueo de bicicletas existente en la zona 1 (en la 11 calle y sexta avenida). Luego volví a bajar a pie las dos cuadras y me pasé una hora remojando mi hígado en mi café, en la barra del Gitane que da a la sexta, meditando sobre la curiosa percepción que Tu Muni tiene de las bicicletas y de su papel en la vida urbana.
En general, no soy fan del alcalde Arzú, pero sé apreciar cuando algo se hace bien. Y algunas iniciativas como el Transmetro o los cada vez mayores segmentos de ciclovías existentes en la ciudad deben ser reconocidas. Y la sexta avenida, con su enorme inversión a fin de convertirla en una vía peatonal (y ciclística, si le creemos a las pequeñas bicicletas blancas talladas en las baldosas de las aceras), iba claramente en ese sentido. Hasta ahora.
Fueron docenas de ciclistas las que vi pasar mientras me tomaba mi café. Docenas de personas que liberan las calles de automotores y llegan a su destino más rápido y, de paso, beneficiando su salud. Pero todas esas bicicletas hay que amarrarlas en algún lugar. Y en los países donde hay cultura ciclista, postes de luz, barandales, semáforos, enrejados y prácticamente cualquier estructura que no se mueva y que permita el paso de la cadena o el candado de bicicleta cumplen esa función. En Ámsterdam, en Quito, en Ciudad de México, en Berlín. En cualquier lugar del mundo, los ciclistas amarran sus bicicletas, que no dañan, no contaminan y brindan un toque encantador al paisaje urbano en cualquier estructura urbana que pueden. Menos acá.
Y me pregunté qué clase de vida urbana es la que pretende promover la comuna. ¿Qué deben hacer con su bicicleta todos esos ciclistas cuando deban, forzosamente, detenerse en algún lugar y bajarse a hacer un mandado, a comer, a visitar a un amigo o un negocio? ¿O solo quieren que las bicicletas se paseen de arriba abajo sin detenerse porque «qué cool se miran los ciclistas», pero que no se aten a ningún lugar porque «qué feas las bicicletas amarradas en la calle»?
Es difícil saber si la normativa proviene directamente del alcalde Arzú, del alcalde auxiliar del centro histórico o de empleados municipales que no saben implementar instrucciones y prohíben todo para quedar bien con sus superiores. Lo cierto es que, si la comuna realmente pretende crear una ciudad menos colapsada por el tráfico, más verde y más habitable, debe por fuerza no solo impulsar «tours ciclísticos» de fin de semana o de una vez al mes, sino también atender detalles para quienes usamos la bicicleta a diario, como instalar más, muchos más parqueos de bicicletas y evitar normas absurdas como prohibir que estas se amarren a postes o árboles. De otro modo, el cacareado centro histórico de la ciudad se va a convertir cada vez más en un mausoleo frío y ficticio, en vez de un lugar vibrante donde sus ciudadanos efectivamente puedan y quieran vivir.
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