De haber llegado a término, mis hijos y yo habríamos nacido el mismo día. Decidida atea zodiacal, jamás supe si soy piscis. O aries y casi tauro. Con el perdón de Walter Mercado, les tengo más fe a las pruebas psicométricas que a los astros. Señalar este hecho zodiacal me pareció relevante por una razón: es un perfecto ejemplo de cómo no soy buena para eso de definirme en posturas radicales. Ni una ni otra porque depende, en medio y gris.
Esta visión gris incluye la maternidad. Aunque cristiana, soy ferviente defensora de la libertad de abortar. Quien condene jamás supo de las 100,000 niñas embarazadas cada año en este país. Libertad de decisión y empatía es lo que nos corresponde. Así lo haría Cristo.
En fin, la maternidad te cambia la vida y también te cambia la muerte. En mi caso, un severo cuadro de convulsiones, ceguera y una prolongada pérdida de memoria. Pensaron que no sobreviviría al parto, pero resulté más resiliente que las alimañas darwinianas, aunque casi me quedo en el ring. En fin, mi vida como madre empezó en el mismo momento en el que casi me muero.
Queda, indeleble prueba, una cicatriz que me parte el cuerpo por la mitad, medalla de la lucha a tres caídas que le gané a la calavera. Y la maternidad, que me cambió la vida. Y me cambió la muerte: a partir del doble paquete que me dejara la cigüeña, estoy demasiado ocupada como para morir. Loncheras, tareas, enfermedades, triunfos y fracasos: los de mis hijos (que inevitablemente son míos) y los míos (que inevitablemente son de mis hijos).
La maternidad es una de esas certezas que nos atraviesan: desde niñas abrazamos la idea romantizada de ser madres y así cedemos ciegamente a las insistentes solicitudes sociales. Una que cargamos como deber y demanda incondicional en la peor de las maneras, esas que jamás cuestionamos y de las que no se vale arrepentirse.
[frasepzp1]
Sin duda amo a mis hijos inconmensurablemente, pero la llevada de la chingada que implica la maternidad nadie me la explicó. Los infames delantales que te regalan en cada actividad de mayo en el kínder te lo advierten: soga al cuello con el rol de abrigo desde el día en que nos sabemos preñadas y hasta que la muerte nos separe. Abnegación e incondicional sacrificio que te obliga a sentir culpa si estudiás, si trabajás, si no estudiás, si no trabajás, si tenés marido, si no tenés marido, si te encerrás o si salís o pensás salir (a la calle o del cascarón para vivir tu vida). Y, sobre todo, culpa si volvés a pensarte como persona autónoma, merecedora de un futuro feliz, porque ahora sos madre y lo sueños que tenés son sinónimo de egoísmo y de pecado. Te embarcaste en esta cadena perpetua.
Aún no lo tengo claro: no sé si he sido madre dos veces. O si de una vez de madre resulté con dos niños. Pero sé que la maternidad es un rol que asumimos sin tener idea de las consecuencias y ambivalencias que implica. Odio-amor, paz-lucha, duda-certeza, todo a extremos y por oleadas. Ningún sentir es imposible cuando de hijos se trata.
Me tomó un tiempo comprender que, a medida que yo sea feliz, mis hijos tendrán oportunidad de serlo. ¿No soy yo la que pone el ejemplo, pues? Entonces, a manera de consecuente paradigma y como irrevocable compromiso, me queda ser feliz cada vez que sea posible, ser congruente con lo importante y confiar en el trabajo que hice como madre.
Muy a pesar de mí, mis patojos se lograron, como pasa con la milpa. Son dos hombres de pelo color maíz, con un corazón moldeable y tibio como la masa. Hunahpú e Ixbalanqué, sol y luna de este corazón tan salvaje como la marea. «Que el cielo y tu madre cuiden de ti», canta la eterna, porque solo Dios y su madre con ustedes de por vida y con ustedes de por muerte.
Continuará. Como toda cadena perpetua.
Más de este autor