“gracias al Ejército, hay democracia”, “el sueño de una Guatemala con igualdad de oportunidades, sin racismo”, “el pueblo resiste heroicamente al colonialismo que inicio en 1520”, “el pueblo Maya en resistencia”, “el pueblo de Guatemala dice no a la guerrilla atea”, “los cristianos comprometidos en la construcción del Reino de Dios”, creo que podríamos seguir recopilando argumentos y consignas que marcaron los más de 30 años de lucha armada en Guatemala y no llegaríamos a disponer de una idea real y completa de lo que aconteció.
No son pocos los argumentos que llaman a la conciencia colectiva de la nación para que condenen o perdonen a quienes en ese conflicto estuvieron empuñando un arma o justificando su uso y con ello la violencia que conllevaba. A principios de la década de los ochenta salió publicado un estudio realizado por el desaparecido Director de la Escuela de Ciencias Políticas de la USAC, Romero Imeri, titulado Violencia y contraviolencia, que mostraba la relación dialéctica en el ejercicio de la violencia política, pero adicional a ello argumentaba que la violencia no siempre se ejerce en forma armada, lo que constituye el combustible a la reacción de las fuerzas armadas irregulares.
Esto es contrario a la tesis de que la violencia ejercida por la guerrilla había despertado a la bestia dormida, que es expuesta por el recién nombrado ministro de Gobernación, el coronel Mauricio López Bonilla, acusando a esas fuerzas irregulares de haber “jugado a la guerra en medio de población civil”, y claro, no hay otra forma de ver un conflicto civil sino en medio de la población civil, pero adicional a ello, desnuda la irresponsabilidad operativa de los guerrilleros en tal escenario y que está ampliamente documentado en la incapacidad que tuvieron las unidades armadas de proteger a la población que ellos mismos habían reclutado, de ahí que las fuerzas guerrilleras a la hora de la desmovilización estuvieran incólumes frente a un mar de cadáveres.
En este juicio histórico y legal hay dos premisas que no hay que olvidar, la acción genocida y criminal del Estado no justifica el haber utilizado los mismos métodos por pequeña que sea la proporción en relación al número total de fallecidos. Por otro lado, la muerte en combate tanto de guerrilleros como de soldados, mandos medios y superiores, es diametralmente distinta a la de civiles. Y cuando mencionamos a los civiles no solo nos referimos a los muertos en condiciones de cruce de fuego sino a aquellos que se vieron inmersos en el clima de impunidad y clandestinidad sobre la que se manejaban ambas partes.
Habría otro elemento que hay que tomar en cuenta, la apología de la violencia y la acción política que permitió que creciera. Esto tiene que ver con las estructuras del Estado que facilitaron el genocidio por un lado, junto con la participación de la llamada cooperación internacional que dio cobijo a insurgentes armados o que apoyaban las acciones en territorio nacional, tal es el caso de las innumerables veces que los equipos políticos diplomáticos de URNG circulaban entre México, Costa Rica, Nicaragua, Cuba y Europa.
Si hay una lección que nos deja el caso Siekavizza para analizar estos hechos, es que la violencia va más allá del perpetrador; es toda la estructura. Los casos de muertes asociadas a la “acción revolucionaria” no deben de terminar en el relato victimicista ni autojustificado, sino en la más profunda individualización de los responsables por línea de mando.
La memoria de más de 50 mil muertos no reconoce justificaciones: a quienes empuñaron las armas en su momento histórico, y violaron los derechos humanos de otros congéneres no se les debe nada.
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