Justicia con 33 años de retraso no es justicia. Sin embargo, el proceso penal ya comenzó y los crímenes cometidos en Sepur Zarco están ahora en manos de un tribunal. Por supuesto falta mucho para que haya condenas, y nuestro sistema de justicia todavía es vulnerable y sesgado con frecuencia hacia el poder económico, los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad (ciacs) y el patriarcado.
Mientras tanto, la sociedad guatemalteca, siempre tan religiosa, solemne, amnésica y moralista, no les pone mucha atención a los pedidos de justicia de un grupo de mujeres indígenas que encima son pobres. De esa cuenta, en las redes sociales suelen observarse escaramuzas entre quienes reivindican la justicia y quienes reproducen el discurso de odio, que se articula con repugnantes figuras impunistéricas ya conocidas. Pero yo percibo que a la gran mayoría le importa un carajo lo que ocurra con ese juicio.
Y es que el proceso judicial tiene como protagonistas a un grupo de mujeres invisibles. Sí. Esas que caminan junto a nosotros en la calle y que casi nadie saluda. Esas que sacan a pasear al chucho de don Fulano o que barren la banqueta de doña Mengana. Esas que trabajan sin contratos, sin salario mínimo, sin coberturas sociales y con jornadas que hacen palidecer los turnos de un hospital. Esas que se contratan siendo menores de edad para que sean más obedientes y que, si se embarazan del nene de la casa, merecen ser satanizadas por putas y desleales para ser despedidas en el acto. Acaso por lo anterior, si se atreven a pedir justicia y un resarcimiento, son vistas como oportunistas y aprovechadas.
Al menos desde mi perspectiva urbana y mestiza, esa es la percepción que tengo. Percibo que mi vecindario se indignó con la imagen viral de un niño sirio ahogado. Y posiblemente hubo quienes se solidarizaron con el pueblo francés por los ataques terroristas en 2015. Pero no creo que muchas personas sientan empatía siquiera por un grupo de mujeres que siempre son vistas como inferiores, como sirvientas, como campesinas: en síntesis, que son invisibles.
Entonces, como sociedad somos cómplices. No puedo verlo de otra manera. Porque el silencio de 33 años no es solo por esas mujeres. Los crímenes ocurridos son terribles, abrumadores, y deben ser juzgados. Pero el asunto no puede quedarse allí. Si nos mantenemos impasibles, de una u otra forma avalamos silenciosamente el abuso sexual que diariamente sufren niñas y niños. Si no exigimos justicia en este caso, no podemos pedir castigo para quienes hoy descuartizan personas, extorsionan o asesinan. Por lo tanto, esa proclividad chapina a la violencia y a la celebración de los linchamientos debería dolernos y provocarnos agudas disonancias cognitivas. Algo debería dolernos cuando despreciamos los crímenes terribles del pasado y pedimos la pena de muerte para un motoladrón.
Por eso resulta inspirador que haya un grupo de mujeres valientes que rompieron el silencio y que están dando una batalla reivindicativa. Ellas merecen que rechacemos enérgicamente los intentos que a diario se hacen para criminalizarlas. Se lo debemos a ellas como sociedad.
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