Según datos de la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), en 2018 se registraron 70.8 millones de desplazados en todo el mundo, 41.3 millones de desplazados internamente de manera forzada, 25.9 millones de refugiados (más de la mitad menores de 18 años) y 3.5 millones de personas que solicitaron asilo. El 85 % de los desplazados se ubican en los países en desarrollo.
Los países del norte de Centroamérica han septuplicado sus cifras, que, según la entidad referida, son comparables con las de los años 80, cuando sufrimos las guerras internas: de 20,900 a 311,900 entre 2012 y mediados de 2018. En 2018, los países con más migrantes que solicitaron asilo en Estados Unidos fueron El Salvador (33,400), Guatemala (33,100), Honduras (24,400) y México (20,000). Todos estos países sumaron el 56 % del total de las solicitudes. Estas cifras, más que datos, significan una verdadera crisis humanitaria que se está concentrando en las fronteras Guatemala-México y México-Estados Unidos, especialmente después de que a finales del año pasado se llevaran a cabo las llamadas caravanas de migrantes centroamericanos, que reunieron a alrededor de 16,000 personas a finales de 2018 (cuatro caravanas) y 15,000 a principios de 2019. Se presentaron al menos 3,331 solicitudes de asilo en México en 2018. Recientemente, en una transmisión en Instagram Live, la congresista estadounidense Alexandria Ocasio-Cortez dijo: «La administración de Trump está dirigiendo campos de concentración en nuestra frontera sur, y eso es lo que exactamente son […] El hecho de que los campos de concentración ahora sean una práctica institucionalizada en el hogar de los libres es extraordinariamente inquietante y tenemos que hacer algo al respecto […] Quiero hablar con las personas que están lo suficientemente preocupadas por la humanidad como para decir que “nunca más” significa algo» (refiriéndose a los centros de detención del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos).
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El presidente Trump, en respuesta a esta situación que se agrava y en el inicio de su campaña electoral para reelegirse en 2020, sigue enarbolando una lucha frenética contra los inmigrantes indocumentados dentro y fuera de su país, por lo cual aumenta las deportaciones y, más peligroso aún, utiliza el chantaje económico para forzar al Gobierno de México a detener la migración en su frontera sur y a constituirse, en la práctica, en un tercer país seguro, es decir, uno en cuyo territorio se gestionen las solicitudes de asilo para Estados Unidos. México, cuyas exportaciones dependen en un 98 % de Estados Unidos, no quiso poner en riesgo su economía con el aumento de los aranceles a sus productos, como amenazó Trump si no se cumplían sus exigencias. AMLO cedió con el envío de 6,000 efectivos de la Guardia Nacional a la frontera sur, con restricciones a la movilidad de los mismos mexicanos en su país (quienes ahora deben mostrar documento de identificación para acceder al transporte), con investigaciones a casas de migrantes y a organizaciones defensoras y con la gestión del refugio en México.
Mientras tanto, a Centroamérica norte también se le imponen acuerdos en el mismo sentido: seguridad en sus fronteras y constitución en terceros países seguros, es decir, gestionar aquí el refugio para hondureños, salvadoreños y personas de otras nacionalidades, lo que implicaría proveer albergues temporales, alimentación y posterior integración si Guatemala se convirtiera en país de destino. Según el Acnur, el Gobierno de Guatemala reportó 172 solicitudes de asilo, y entre 2002 y junio de 2019 se han realizado 1,302 solicitudes provenientes de más de 40 países diferentes.
El Gobierno de Guatemala ha dicho en varias ocasiones que es un aliado de Estados Unidos y que está en la disposición de colaborar para detener este flujo, a tal grado que cree necesario evaluar los criterios del Acuerdo de Libre Movilidad en Centroamérica (CA4).
Los organismos internacionales de derechos humanos y diversas organizaciones no gubernamentales han manifestado su rechazo a estas medidas, pues aseguran que ponen en riesgo la vida y la integridad de las personas migrantes e incumplen el Estatuto del Refugiado, suscrito en 1951, y el de Cartagena, de 1984.
Frente a este escenario de endurecimiento de las medidas antiinmigratorias y contra el refugio, que desestructura el andamiaje institucional y legal internacional y nacional en materia de derechos humanos, migración y refugio, la población migrante y los defensores quedan en total vulnerabilidad. Sus derechos son solo una letra de cambio y sus vidas un salvoconducto de los Gobiernos que aceptaron la complicidad.
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