Si nuestra asamblea legislativa está infectada hasta las entrañas, todos sus actos son antidemocráticos y antirrepublicanos. Pero, dado que en Guatemala somos más afines a la forma que al fondo, entre tanta palabrería y despotismo burocrático no es raro que nos perdamos el mensaje. O la intención. Por eso las interpelaciones suelen desvirtuarse como rifles de cacería política, los antejuicios fácilmente se usan como buffer para robar, matar y destruir, los amparos son reducidos a spam y los sindicatos se han convertido en cultivos decadentes de oportunistas degenerados.
Pero, eso sí, para intentar legitimar las malas prácticas se invocan la institucionalidad, el debido proceso y el Estado de derecho con ahínco, ante la ignorancia, la indiferencia o el beneplácito de la mayoría de la población.
¡Qué fuerte!
El pensamiento proinstitucional solo puede funcionar cuando el estado real de las cosas se encuentra bajo el imperio del derecho. Cuando gobernados y también gobernantes están sujetos al mismo cuerpo de reglas que guardan, o dicen guardar, los dictados de la naturaleza. Las excepciones, los privilegios y las exenciones son inscritos inequívocamente por el legislador, apto y probo representante de la voluntad de pueblo. De allí viene aquello del espíritu de la ley y la raison d’être misma de las instituciones del Estado todas.
Cuando el servidor público (empleado nuestro al fin) deja de tutelar celosamente los valores fundacionales del poder que detenta por mandato soberano, ya sea porque se le olvidó, porque no puede o porque no le da la gana, pierde su derecho a invocar la institucionalidad. De hecho, habría perdido toda legitimidad democrática, electo y financiado (sí, por usted) para fines que dejó de perseguir.
Algunos, por mucho que se hagan llamar diputados, no lo son en realidad. Solo lo son en apariencia, pero no en sustancia.
Y es trabajo de la comunidad cívica asegurarse de que la apariencia y la sustancia se correspondan entre sí. Creo atinado el llamado de las autoridades ancestrales a desconocer a nuestro Parlamento y bien dirigidos los muchos llamados a limpiar, rescatar, depurar el Congreso y todas las instancias gubernamentales para refundar el Estado o cambiar el sistema.
En todos los casos, pasando por el Congreso de la República.
Ese nido putrefacto de ratas insaciables que viven únicamente para comprometer su capacidad de atención a las personas que dicen representar. Claro, y, expertamente, para engordar ratas. Esos que le demandan responsabilidad política a la ministra Lucrecia Hernández, aun siendo los máximos deudores políticos y morales ante el bienestar común.
Como se vio, la interpelación indebida fue un chiste. Es que este Congreso es todo un chiste. Y uno bastante malo, de esos que dan pena ajena, no risa.
Pero, si logran ser los descarados y las descaradas que son, es porque creen que pueden serlo y que no les pasará nada. Y terminamos dándoles razón.
¿Vamos a dejar que nos sigan viendo la cara?
Más de lo que se pueda escribir en unos cuantos cientos de palabras, el consenso narrativo es claro: debemos encaminarnos hacia una depuración parlamentaria[1].
Pero antes que nada es importante entender qué es eso que tanto repetimos y por lo que tanto abogamos. Tenemos que ser responsables en estudiar sus causas, sus procesos y sus consecuencias. Además, nos toca aprender a unirnos y coordinar esfuerzos viables entre todos los sectores de la sociedad cívica. Activistas y colectivos por el cambio, disruptores independientes del statu quo, élites disidentes y, sobre todo, las bases estudiantiles, indígenas, campesinas y de mujeres organizadas.
Muchos queremos lo mismo, solo que con pequeños matices conceptuales. Pero todos queremos equidad social. Un Estado funcional que no ignore las necesidades de nadie.
Entonces, ¿qué?
Antes que nada, sería prudente que quienes no lo han hecho se adhieran al manifiesto de Sololá. Después hay un vacío político que se debe ocupar: el de oposición permanente de carácter técnico-jurídico al desgobierno legislativo, incluyendo acciones penales y constitucionales (en pro de una depuración, por ejemplo) y un involucramiento capacitado y asertivo en los procesos de reforma e iniciativa de ley[2].
Más allá pueden quedar tantas otras estrategias como haya voluntad y claridad. Yo, personalmente, creo en la composición de aparatos de instrucción cívico-política basados en trabajo voluntario, desde abajo, que ayuden a reemplazar los muchos mitos con sentido crítico informado, y en la más obvia de todas: participación político-partidista construida sobre los cambios que se vayan sucediendo en la idiosincrasia electoral.
Que las curules recuperen su legitimidad.
Entonces, los muchos Juan José Arévalos y las muchas Alaíde Foppas, que los hay, tendrán un ambiente propicio para expresar su potencial de servicio y hacer que la noción de esperanza ya no sea tan lejana.
Sigamos caminando. Encontraremos que todos los senderos pasan por el Congreso.
***
[1] En este caso, depurar termina siendo algo así como limpiar profundamente para sanar algo que parecía muerto, para recuperar una función vital. Lo opuesto de chapuz o parche. Y pareciera imposible lograrlo con una simple actitud reformista.
[2] Aquí es clave repensar la Ley Electoral y de Partidos Políticos con una visión reconstituyente. Este sería un paso nada ambiguo hacia una cultura democrática madura a mediano y largo plazo. Yo sugiero, como objetivo principal en relación con el Congreso, habilitar elecciones nominales a las curules, alternadas por dos o tres años con las elecciones presidenciales.
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