Aunque el actual gobernante, Alejandro Giammattei, presume un título universitario como médico, su atención a la crisis distó mucho de responder a la supuesta formación profesional. Giammattei consiguió del Congreso la aprobación de recursos suficientes destinados a enfrentar la crisis. Pero la corrupción fue la tónica de todas las acciones impulsadas.
El país requería de recurso humano sanitario suficiente a nivel nacional y que contara con las condiciones adecuadas para su labor. Sin embargo, a las pocas semanas de iniciada la crisis ya se demandaba el cumplimiento de las responsabilidades contractuales del Estado. Meses después, un alto porcentaje del personal contratado temporalmente, no solo no recibía sus pagos sino que ni siquiera había completado la firma de los contratos.
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Los espacios físicos destinados a la atención, como los cuatro hospitales de campaña ofrecidos por el gobernante, empezaron a ser equipados con donaciones del sector privado. Un hecho que fue notorio pues los donantes se aseguraron de que sus logos aparecieran en los insumos aportados. Mientras las instalaciones sanitarias en todo el país, hospitales y centros de salud, colapsaban ante la agudización de la crisis funcional, los nuevos hospitales no lograban atender la demanda. Entre otras cosas porque como los salones del Parque de la Industria, no tenían condicones para servir como sanatorios.
La angustia social derivada del conocimiento del impacto de la enfermedad, sumaba penas con la imposibilidad de tener contacto con familiares hospitalizados y menos aún, con atender servicios funerarios de quienes fallecieron. Penas que en muchos casos se incrementaron ante la falta de recursos para cubrir las necesidades básicas. Ello, a pesar de que entre los recursos aprobados había montos que debieron destinarse al apoyo económico directo a familias y pequeños comercios afectados por los cierres.
Cuando finalmente llegaron las noticias sobre la existencia de vacunas, una vez más el gobierno hizo gala de su garra de corrupción e incapacidad. Llegaron tarde a la negociación de vacunas del sistema ofrecido por Naciones Unidas y sin chistar cerraron trato con la compra de vacunas de fabricación rusa, sin una evaluación de las condiciones del contrato gestionado con un intermediario. La trama rusa, como se le llamó, salió a luz y el escándalo por el fraude llegó hasta el despacho presidencial. Al final, las vacunas disponibles en Guatemala provenían en su mayoría de donaciones del sistema de Naciones Unidas y países amigos. Con esto, se alcanzó a cubrir con dosis completas, sin refuerzo, a menos del 50 por ciento de la población meta.
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Al 11 de marzo del presente año, tres años después de que se oficializara la presencia del virus en Guatemala, el sistema de salud reporta 1.23 millones de casos confirmados por laboratorio. En tanto que reconoce 20,182 personas fallecidas. Ambas cifras son las oficiales pero no las reales. En uno y otro campo hay subregistro. Será casi imposible conocer la cifra exacta de personas contagiadas, recontagiadas y fallecidas. Como tampoco será posible saber el número de hogares y personas que se quedaron sin fuentes de ingreso o perdieron parte o toda su sanidad mental. Tres años después, Guatemala, como el resto del mundo, no es la misma.
No tendría por qué serlo. Pero la diferencia no debiera estar marcada por el efecto de la corrupción y el uso del poder para lucrar o robar a manos llenas los fondos y recursos destinados a proteger y salvar vidas. No por gusto el presidente Alejandro Giammattei ha sido apodado como el eleq’on, ladrón en idioma maya, porque si por algo será recordado es precisamente por tener las manos largas y la conciencia corta.
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