El agua está tan sucia que no veo la punta de mis dedos cuando doy una brazada, no veo el fondo, no veo la pared de la piscina e intento no estrellarme contra ella. Es como nadar en un tazón de leche cortada con agua, como la llegaba a dejar el lechero a la casa en tiempos de la guerra.
Es nadar un poco a tientas, sin saber qué hay más allá del futuro inmediato. Sin poder ver el siguiente paso, la siguiente brazada. Es un ejercicio en el cual cada movimiento es un acto de fe. Pero hay que seguir nadando en medio de la luminosidad que provoca un sol abrasador filtrado en el agua repleta de cloro y meados de niño.
Entre el agua turbia y una película alemana que comencé a ver me siento como K., el personaje de El Castillo, de Kafka. Es un tipo que llega a un pueblo contratado por los señores de un castillo cercano para trabajar como agrimensor y durante los siguientes seis días sucede una serie de situaciones kafkianas -claro, es de Kafka- en las que el protagonista se esfuerza por entender las normas burocráticas del pueblo, las convenciones sociales del lugar donde está y la naturaleza misma del trabajo que se le ha encomendado.
Y un poco, a veces, me siento así. De tanto en tanto se me hace muy complicado entender las sutiles formas de esta cultura que yo pensé que conocía al dedillo y me viene a resultar con que no hay una cultura estadounidense y que esa cultura que uno absorbe a través de los medios de comunicación masiva es apenas un marco de referencia para entender el tapiz que forman las miles de culturas que coexisten en esta sociedad.
Otras veces me cuesta muchísimo navegar en la maraña burocrática de las agencias estatales, federales, municipales, los cuerpos de policía, las cortes y las otras entidades con las que he de relacionarme.
Y, sí, hay días que lucho para entender la naturaleza misma de mi trabajo. Mañanas en las que me cuesta un esfuerzo sobrehumano encontrarle las asas al asunto al que debo dedicarme, a lo que vine.
Y hay días que me siento completamente perdido. No mal, no triste, no deprimido. Solamente perdido y a veces solo. Y lo que más me angustia es que esa sensación no termina de preocuparme.
Y quizá no me angustio porque para mí, desde que puedo recordar, la vida ha sido como bañarme en las aguas del Pacífico, en San José o Las Lisas. Es divertido, pero al mismo tiempo pasas mucho tiempo debajo del agua, revolcado por las olas y solo tienes tiempo para salir un momento, tomar aire y caer de bruces sobre la arena para salir corriendo de nuevo hacia las olas que te retan.
Y quizá no está del todo mal estar perdido, siempre que siga uno nadando. Y quizá no está del todo mal estar solo, siempre y cuando uno tenga a quien recurrir.
Y, así, sigo nadando. Sigo braceando para, ¿para qué? Supongo que para llegar al otro lado de la piscina, al otro mes, a la siguiente meta. Hay días que no hay claridad y en los que es difícil ver más allá del largo de tu brazo, aunque las cosas no se presenten negras. Después de todo, es un entorno luminoso y casi blanco de tanta luz.
Dentro de todo hay buenas noticias. Al final no tendré que esperar a morir para tener el perdón de mi amigo, aquel al que había soñado muerto. O la visita esperada de otro amigo que andaba de paso, en camino a Nuevo México. Pudimos charlar 20 minutos el viernes y el lunes otros 15, lo que duran los trayectos entre la frontera y la rentadora de carros y entre la rentadora de carros y la frontera.
Además mi hermana vino de visita a El Paso y se fue sin mayores incidentes.
Y, hoy, con los mercados bursátiles cayéndose a pedazos, la violencia cada día más cerca de la frontera y el calor apretando al máximo, no hago sino extrañar la extraña sensación de estar envuelto en esa luminosa agua turbia, nadando hacia un destino incierto.
*Nota del bloguero: Kafka nunca terminó El Castillo, lo dejó a medias. De hecho el libro termina con una oración inconclusa. Todo apunta, según sus cartas con Max Brod, que un día decidió mandarlo todo a la mierda y no quiso seguir escribiendo. Podría haber incorporado esa metáfora en el texto, pero hay días que no conviene hurgar en los lugares oscuros de la conciencia.
Más de este autor