Con esta ley, la religión y la etnia judías son las oficiales y exclusivas del Estado, con lo cual las minorías, las árabe-palestinas en particular, han quedado relegadas a un plano inferior. La votación fue cerrada, pues el 52 % de los diputados, 62 de 119, votaron a su favor, lo que, si bien enciende las alarmas en la región, ha colmado de soberbia y prepotencia a sus proponentes. Los descendientes de los palestinos que antes de 1948 vivían en esos territorios, que representan un poco más del 20 % de la población, así como los que han residido en los territorios ocupados por la fuerza y sin reconocimiento internacional, pasan a ser personas con derechos reducidos e inferiores y ven de manera más que clara la amenaza de expulsión de sus propias tierras. Su lengua, hasta ahora también oficial, será un idioma relegado, por lo que se obligará a todos los árabes a comunicarse en el idioma de los judíos.
Si el hecho resulta contrario a la construcción moderna de los Estados nacionales, los cuales se caracterizan cada vez más por su diversidad étnica, ideológica y religiosa, más espanto, tristeza y rechazo causa que sea precisamente un grupo étnico perseguido, desangrado y asesinado por siglos el que ahora aplique tales medidas a sus conciudadanos y vecinos.
Vale la pena, sin embargo, no generalizar, como las visiones simplistas y mecanicistas hacen frecuentemente en estos asuntos. Esta decisión es la del sector conservador y racista que controla el poder político en ese país, y no la de todos sus líderes, mucho menos la de todos sus ciudadanos. Los laboristas —centroizquierda— y la coalición de partidos progresistas y árabes dieron sus votos en contra, pero la mayoría raquítica de ultraderecha logró imponerse e hizo de Israel un Estado que recuerda en mucho al apartheid sudafricano.
El asunto, que parecería incumbir apenas a los israelíes y árabes de aquella región, tiene, no obstante, amplia significación en el mundo y para los centroamericanos en particular. La decisión tomada obligaría a los distintos Estados democráticos no solo a criticar la decisión, sino, lo más importante, a tomar decisiones políticas y económicas que hagan valer esa crítica. Guatemala, que bregó y apoyó en 1948 la creación de dos Estados con una misma capital (que así sería no solo la de Israel, como la propaganda sionista local insiste en difundir), se ve enredada en esa decisión, pues nuestro Gobierno, al trasladar su embajada a Jerusalén, ha hipotecado toda su capacidad de aporte a la paz y a la coherencia política por favorecer a la ultraderecha judía.
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Pero los riesgos van más lejos, pues, siendo nuestro país un territorio multiétnico y multicultural, decisiones como estas, al no ser analizadas y cuestionadas en todas sus implicaciones, son referencias para trasladar a nuestro contexto las ideas de supremacías y exclusividades étnicas, para nada útiles en la construcción de un Estado plurinacional, donde todos quepamos en igualdad de condiciones, derechos y beneficios.
Si el apoyo de parte del Gobierno de Guatemala a los sectores ultraconservadores y neofascistas israelíes se ha basado en creencias, mitos e ideologías contrarias al desarrollo de las ciencias históricas y antropológicas, silenciar nuestra crítica ante la decisión impuesta en el Congreso israelí puede profundizar la aceptación de aquellas, con los costos sociales y políticos que en nuestro contexto puede llegar a tener.
La derecha israelí, con sus obsesiones racistas y supremacistas, se aísla cada día más de las democracias efectivas y se convierte en un peligro inminente para la paz y la construcción de un mundo en el que todos tengamos los mismos derechos y beneficios, en particular en el territorio donde nacimos o al cual optamos por pertenecer por voluntad propia. La posición del Gobierno de Guatemala a favor de esas acciones puede llevarnos a sufrir los rechazos y las exclusiones que a esa derecha racista el mundo civilizado le imponga.
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