El comisionado Iván Velásquez está de nuevo en el centro de la atención mediática nacional, debido a que ha puesto nuevamente el dedo en la llaga: la crisis institucional y política que vivimos es de proporciones monstruosas.
Para entender al comisionado hay que decir que, desde que empezó la tarea de enfrentar la corrupción del más alto nivel, la institución que dirige ha sido blanco de numerosos ataques mediáticos y de fúricos mensajes enviados por redes sociales, así como de varios ...
El comisionado Iván Velásquez está de nuevo en el centro de la atención mediática nacional, debido a que ha puesto nuevamente el dedo en la llaga: la crisis institucional y política que vivimos es de proporciones monstruosas.
Para entender al comisionado hay que decir que, desde que empezó la tarea de enfrentar la corrupción del más alto nivel, la institución que dirige ha sido blanco de numerosos ataques mediáticos y de fúricos mensajes enviados por redes sociales, así como de varios intentos orquestados desde los poderes del Estado para bloquear, influir o detener el curso de las investigaciones. El más reciente, el fallido intento del Congreso por vacunarse en contra de futuros procesos judiciales por posibles actos de corrupción cometidos en los últimos años.
La discusión generada en las últimas horas vuelve a poner en evidencia que el comisionado ha situado el problema en su justa dimensión: no se trata solo de funcionarios corruptos aislados, sino de todo un entramado legal, institucional, administrativo, cultural y de prácticas hondamente arraigadas que ha favorecido un modus operandi afincado en la desviación del deber ser, de manera que usar el ordenamiento legal e institucional para fines particulares se convirtió en la regla, y no en la excepción.
Las declaraciones del peruano José Ugaz, presidente de Transparencia Internacional, también contribuyeron a desmitificar la idea de un complot de izquierdas en Guatemala: la corrupción no tiene ideología, por lo que es entendible que tanto destacados analistas de la izquierda como los más visibles operadores de la extrema derecha coincidan en su acérrima crítica a lo que llaman una «flagrante intervención internacional».
El concepto de anomia regulada y su aterrizaje en el tema de la anomia del Estado intentan describir la profundidad del problema, de manera que le brindan estructura y profundidad a las palabras del comisionado Velásquez: la crisis es mucho más profunda, compleja y real de lo que todos hemos imaginado. La buena noticia es que este período nos ha dado mucha información sobre la forma como opera la corrupción y los mecanismos que ha desarrollado. De ese modo, si nos tomamos en serio la tarea de combatir este flagelo, tendremos una agenda de cambio y de transformación que tarde o temprano permitiría recuperar la institucionalidad estatal para devolverle el sentido que algún día debió tener.
La conciencia del problema, sin embargo, debe convencernos igualmente de que no tenemos ni las herramientas teóricas necesarias ni la disposición anímica o estratégica para enfrentar la tarea de reconstruir este nuestro Estado en crisis endémica: debemos desterrar, para empezar, la esperanza de que el cambio puede lograrse en el corto plazo con acciones puntuales, como las reformas legales e institucionales. Si queremos tener éxito, debemos trazar toda una línea de estrategias que empiecen en las reformas, pero que se estabilicen en muchas otras áreas prioritarias, de manera que algún día empecemos a ver cambios graduales en las condiciones actuales.
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