Cada vez con menos pudor el presidente Jimmy Morales se refiere a sus facultades formales para expulsar a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) y a su titular, Iván Velásquez. El senador estadounidense Patrick Leahy, viejo zorro experimentado y hábil en los laberintos del poder y la política, supo tocar fibras sensibles en Guatemala y propiciar una declaración de Morales en la que se desenmascaró a sí mismo.
Y si tanto es el interés y deseo de Morales de deshacerse de Velásquez, ¿por qué no lo hace ahora, de una sola vez? De todas formas, no sería la primera vez que logra la salida forzosa de un funcionario de Naciones Unidas: Valérie Julliand y Alberto Brunori, ambos en 2016.
Justo esa fue la tentación que al final de 2014 entusiasmaba a Roxana Baldetti y a Otto Pérez Molina. Morales está siguiendo los pasos de Pérez y Baldetti con una fidelidad que cansa y fastidia, pero a su favor tiene a la vista la desgracia pública y bochornosa de sus antecesores. Sabe que tiene que tener cuidado y que es muy probable que asestarle un golpe a la Cicig y al comisionado Velásquez sea su sentencia de muerte política.
Porque, tal como el mismo presidente Morales dijo refiriéndose al comisionado Velásquez, «en Guatemala nadie tiene su puesto garantizado», sentencia que se aplica más al presidente que al comisionado. De nuevo, si no, que vaya y le pregunte a Otto o a Roxana. Jimmy Morales efectivamente tiene las herramientas formales para deshacerse de Velásquez, pero no tiene el capital político para hacerlo: depende de la ciudadanía, de la plaza, de todos nosotros.
Evidentemente, los amagues del presidente son mediciones del terreno político. Por un lado, a la plaza se la percibe muerta, un recuerdo idílico y nostálgico de algo que fue en 2015 y que hoy ya no es. Sin embargo, él y sus asesores exmilitares saben muy bien que un mal paso, un hecho de corrupción flagrante o cualquier otro detonante de la indignación ciudadana puede provocar la repetición de la pesadilla de 2015. Claro, pesadilla para ellos.
Se trata de un capital político que la ciudadanía, que la plaza se ganó de pleno derecho. Sin embargo, es una cuota de poder que no estamos ejerciendo, lo cual abre ventanas de oportunidad para las mafias. Tal como lo estamos viendo en el Congreso, en el que un grupo de diputados ha estado midiendo y haciendo pruebas, como aquellos submarinistas que con un martillito se pasaban golpeando las tuberías para encontrar fugas y así prevenir una inundación catastrófica, para encontrar fisuras o ranuras por donde colar sus intereses y acciones.
Ha sido un crescendo de desafíos a los esfuerzos de la Cicig y del Ministerio Público, cada uno viendo si detonaba o no la indignación de la plaza: los privilegios fiscales a los ganaderos, la integración de la juntas directivas del Congreso y de la Corte Suprema de Justicia, el show de diputados como Fernando Linares Beltranena, etc. Pero ninguno ha logrado detonar la indignación ciudadana, a la que cada vez se la percibe más haragana, acomodada, desinteresada y apática.
La simpleza y la contundencia del viejo refrán «a golpe dado no hay quite» son una advertencia para la ciudadanía guatemalteca. Muy lejos estamos de relajarnos y muy cerca de perder lo poco que se ha avanzado desde 2015.
De verdad, Guatemala, ¿vamos a dejar que Jimmy Morales se salga con la suya y logre expulsar al comisionado Iván Velásquez?
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