En su esencia, todo pensamiento es abstracto, pues solo existe en nuestra mente. El hecho de pasarlo a palabras lo concreta en un concepto predeterminado que luego el receptor convierte en su propio cerebro en lo que él entiende. En cierto sentido, nunca estamos seguros de que lo que estamos pensando y diciendo sea trasladado tal cual al otro.
Agreguemos a eso que los idiomas van evolucionando culturalmente y se amoldan a la forma de pensar de las personas que los hablan. Y que luego se voltean y ellos mismos son los que determinan hasta cierto punto cómo piensan esas personas. La cultura, la visión del mundo, hasta los valores, se plasman en los idiomas de los pueblos. Para nosotros los occidentales, por ejemplo, existe una diferenciación absoluta entre los objetos y las acciones. Pero para un oriental la misma palabra puede describir ambos estados. Solo eso ya divide la concepción del mundo. Poder ver las cosas como cambiantes en sí desde las palabras mismas ayuda a tener una idea transitoria del universo.
Nosotros, que hablamos español como lengua materna y que encontramos en otros idiomas palabras intraducibles, decimos que no tenemos conceptos para cosas como accountability, que es más que responsabilidad. Es un ponerse a disposición de los demás para que le cuenten a uno las costillas por algo que ofreció hacer. Es exponerse a la investigación. Es ser responsable, pero más. Lo que nos lleva a cuestionarnos: si no lo podemos decir, ¿será que lo podemos hacer? Y así otras palabras como la famosa saudade del portugués, que es la nostalgia por cosas que no van a suceder.
Luego, está la transformación de los conceptos (o su deformación). Hoy no entendemos igual que hace siglos palabras como amor, familia o pareja. Las peores discusiones son aquellas en las que ambas partes no llegan a un acuerdo de qué significa una cosa. Revoluciones enteras se desatan alrededor de conceptos de bien común, libertad o democracia.
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Más próximo está el ámbito íntimo, personal. La degradación de las palabras por su uso excesivo. Un te amo soltado sin cuidado y repetido sin discriminación le quita peso a la expresión. No podemos decir que amamos un pantalón y a nuestra pareja y que eso no rebaje el amor a algo menos que un sentimiento simplemente placentero. O cuando le toca a uno explicarles a los hijos el mundo con palabras que aún no entienden. Porque no entienden el mundo. Escoger cómo describirlo, cómo darles conceptos para entenderse hasta a sí mismos y que no lleven cargas que nos corresponden a nosotros y aún no a ellos. El idioma no es una simple colección de palabras en un diccionario. Es la expresión última de nuestra cultura, nuestra forma de pensar, los tiempos en los que vivimos, los valores que profesamos y los sentimientos que podemos transmitir. Pero también pasa que el lenguaje es lo único que tenemos, como en estos tiempos en que no podemos salir a darles un abrazo a los que queremos y solo nos queda decírselo. Se siente insuficiente. El idioma no libera las mismas endorfinas que un beso, y de tanto decir me gustas parece menos cierto cada vez. Es lo que nos queda en estos momentos, y tal vez ahora apreciemos mejor la capacidad de comunicarnos sin ambivalencias y con sinceridad.
Hace poco un amigo con el que practico mi muy olvidado alemán me preguntó si yo era feliz, y me di cuenta de que no tengo idioma suficiente para contestar eso en una frase sencilla, de que sí o no no son precisos y de que necesitaría una botella de vino, una noche libre y mucha energía emocional para quedar satisfecha. Terminé diciendo ja y ya.
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