La biografía de Joseph Fouché [1] es una lectura fascinante pese a que retrata a un político absolutamente inmoral, despreciable, cínico, calculador, y un tránsfuga ideológico brillante que, ejerciendo poder policial y político, sobrevivió a la Revolución francesa, a las intrigas napoleónicas y a la vuelta a la monarquía. Un camaleón con innegable influencia histórica que prefirió la sombra y que murió en su cama, confesado y en paz, pese a que, cuando le convino, exhibió el ateísmo más radical.
¿A qué viene todo un párrafo haciendo apología indirecta de un tipo tan despreciable? Creo que la inteligencia tenebrosa inspira admiración o al menos una intensa curiosidad. Con esa fórmula incluida, las narconovelas se anclan en el consumo popular, y creo que por la misma razón devoré La fiesta del Chivo y Cinco esquinas, de Vargas Llosa: porque accedí a ventanas literarias para observar figuras tenebrosas como Vladimiro Montesinos o Leónidas Trujillo.
Y me acaba de pasar de nuevo. El vendedor de silencio, de Enrique Cerna, es una novela histórica sobre la vida de Carlos Denegri, posiblemente uno de los periodistas más poderosos y siniestros del siglo XX en México y una figura esencial del engranaje de propaganda de la dictadura perfecta del PRI.
Por supuesto que, con todos mis sesgos cognitivos de por medio, es muy aventurada una relación entre Fouché, Montesinos, Trujillo y Denegri, pero me resulta inevitable poner la mirada en la construcción de silencios acompañados de noticias distractoras o cajas chinas. Una mirada sobre un largo período marcado por el control sobre la oratoria política y la palabra escrita que evolucionó al control de las caras y las voces que hegemonizan la televisión y la radio.
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Ese tiempo se transformó con el advenimiento de las redes sociales, pues continúa habiendo control sobre las comunicaciones, pero no basta con vender silencio. Es necesario envolver ese silencio con ruidos que, aunque parezcan caóticos, respondan a intereses oligárquicos.
No sé si en la política de gallinero de este paisito hay un Vladimiro Montesinos o un Carlos Denegri, pero me queda claro que hay aparatos de manipulación que construyen silencios en la televisión abierta, la radio y lo que sobrevive de la prensa escrita. Seguramente estaremos de acuerdo en que los centros de propaganda informática llegaron para quedarse y en que existe una disputa por ocupar el espacio radiofónico, televisivo e informático con ruido: posverdades sobre temas globales como el cambio climático o la salud sexual o mentiras repetidas mil veces como la campaña contra la Cicig, que se atrevió a interpelar a la oligarquía intocable y a sus aparatos de cooptación.
Como en la prensa del siglo XX, la disputa presente por la construcción de hegemonía depende de la disponibilidad de capital. No creo que sea verdad eso de que la Internet democratizó la comunicación. Es cierto: podemos disentir y algo del ideario liberal evita que se ejerza la misma censura de tiempos pasados. Pero no hace falta callar a las voces disidentes siempre que se mantengan en un nivel de baja incidencia. Más allá de los asesinatos selectivos que todavía se practican, la solución al problema de la disidencia está en inundar a la gente con basura en un discurso multimodal que incluye los púlpitos, la radio, la televisión y, por supuesto, las redes sociales. La idea central es que todo el mundo acceda a un entretenimiento multimedia que por cada noticia transgresora nos exponga a miles de mensajes sobre gatitos, perros, recetas de cocina o pornografía.
¿Qué nos queda por hacer? Seguir el ejemplo de la gente que no se rinde dentro o fuera de Guatemala. No perder de vista que las transformaciones sociales son históricamente imprevisibles y que la pobreza extrema y la desigualdad siguen allí, incubando descontento. Solo espero que la miopía de las élites avorazadas que nos venden silencio no termine provocando un escenario apocalíptico.
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[1] Zweig, Stephan (1967). Fouché, el genio tenebroso. México DF: Editorial Época.
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