Recuerdo que el hombre escribía de deportes, que –pueblerino que es uno– me causó mucha curiosidad que nadie en la oficina le hiciera la más mínima broma por su apellido, y poco más recuerdo de él. Ah, recuerdo que era gordo y que tenía un afiche de Lance Armstrong con el suéter amarillo, ganando el Tour de France. “Vive La Lance”, decía el póster.
No tenía ni un año de haber ocurrido el 9/11 y el país estaba sumido en esa histeria colectiva que no permitía ver cosas como que George W. Bush afirmaba que él respetaba a los demás países, porque muchos de los productos importados por EE.UU. provenían de otros países o, más grave, cómo iba construyendo la justificación para invadir Irak a base de mentiras vergonzosamente plantadas en los medios y presentaciones de powerpoint en Naciones Unidas.
Hoy, que la verdad salió a la luz, todo parece tan burdo, tan amateur. Pero entonces, en el calor del verano de 2002, en medio de constantes amenazas de posibles ataques terroristas, la narrativa era tan incuestionable como las victorias de Lance Armstrong.
Lance era la gran esperanza estadounidense en un deporte dominado por europeos. En aquel verano se hablaba de dos cosas en Washington. De cuándo el superhombre de Texas ordenaría el comienzo de la invasión de Irak y de cuántos tours más ganaría el otro superhombre de Texas.
No había duda de que habría invasión y no quedaba duda que Armstrong ganaría el tour de 2002 y algunos más en el futuro. La narrativa era incuestionable, Irak era culpable de tener un programa de materiales químicos y biológicos peligrosos y Armstrong era inocente de eso mismo.
Recuerdo cómo años después, cuando ya no quedaba duda de que la guerra había estado más que justificada y Lance era poco menos que Hércules, vi por primera vez a una persona con esa pulserita amarilla diseñada por la agencia de publicidad de Nike para la fundación de Armstrong.
Ahora, pasados los años, se usan las pulseras para promover cualquier porquería, como la selección de Guatemala, productos dietéticos o para decir alguna pendejada, como la de una pulserita color Rosa–Zapote que me dejaron en mi escritorio que decía “Ay Güey” en un lado y “Súper Güey” en el otro.
En ese entonces, la pulserita reunía de alguna forma el ethos de una década. Esa idea de ganar no importa qué, de salir airoso aún en las más difíciles de las circunstancias. Después de todo, eso fue lo que hicieron los superhombres de entonces. ¿No?
Es cierto que la pulsera sirvió para financiar una fundación contra el cáncer. Pero, para mí, la bandita de silicón amarillo es el epítome de la arrogancia de la década.
Años más tarde, me encontré a los dos Superhombres de Texas en Texas. Venían de montar sus bicicletas de montaña a lo largo de cien kilómetros por el desierto. Los acompañaban soldados lisiados equipados con prótesis adaptadas al ciclismo de montaña. Recuerdo que le preguntaron a uno si a veces pensaba en lo que había hecho pasar a los soldados y al otro le tiraron una pregunta sobre el dopaje. Ninguno contestó nada que valiera la pena publicar.
Ahora que ya no queda opción, que está acorralado por el inmenso peso de las evidencias, Lance ha acabado por admitir su dopaje. Se presentó ante Oprah y lo admitió casi todo pero añade su justificación: “no hubiera sino humanamente posible” ganar lo que ganó sin hacer lo que hizo. Al otro ni siquiera le ha tocado explicar.
Al final de cuentas, en este Estados Unidos les encantan las segundas oportunidades y resucitar a héroes caídos. Hoy, cuando ya mucha gente habla acá abiertamente del declive de la nación, del final de la grandeza de la nación, es difícil pensar en esa época en que en este país querían creer que una guerra se ganaría colgando una manta de “mission accomplished”, que la economía especulativa era la idea más maravillosa que podría habérsele jamás ocurrido a nadie y que era posible ganar siete tours de Francia sin siquiera tomarse un Red Bull.
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