El ideario liberal impuesto en Guatemala data de finales del siglo XIX y respondió a los grandes movimientos revolucionarios (liberales) impulsados desde occidente inspirados algunos pasajes en la misma Revolución Francesa. La separación de la religión del Estado, que se defiende hoy en día en el discurso liberal del siglo XXI, en realidad respondía a la inicial prevalencia de la razón por encima de la trascendencia espiritual que propugnaba la Iglesia Católica y la cristiandad, como Estado transnacional. Además del discurso, la Iglesia Católica era el poder real a nivel político y económico en los albores de la colonia. El predominio de los intereses de las nacientes naciones burguesas de inicios del mismo siglo XIX estaba en curso de colisión con la Iglesia.
¡Que viva el Estado!
Los liberales revolucionarios se percataron de lo nocivo del discurso ateo que comenzaba a perfilarse en muchas de las posturas más radicales de los que mostraban su ira contra la Iglesia, pero no podían dar marcha atrás con las reformas del Estado que exigía la separación con la Iglesia. En Guatemala, 30 años de la dictadura conservadora, católica, de Rafael Carrera no dejaba otra alternativa a los liberales, como guerrilleros, asumir el discurso más radical en cuanto a lo debería ser un Estado liberal, a la usanza europea, es por eso que a su muerte (1865) y con la asunción al poder de Vicente Cerna, la lucha se torno encarnizada, lo que sigue es narrado en forma de estatuas a lo largo de la avenida de la Reforma que divide a la zona 9 de la 10 en la ciudad de Guatemala.
Los liberales enamorados del occidente moderno abren las puertas para las primeras misiones protestantes que paradójicamente cien años después desarrollarán una de las reevangelizaciones (o como dirían otros “a terminar de evangelizar”) más significativas de todo el continente americano. Hoy en día no se sabe a exactitud, pero los índices plantean que la población evangélica va por el 40%, del total de la población, que desde los años del conflicto armado interno, décadas del setenta y ochentas, renegaban de la práctica política por considerarla poco trascendente para los “verdaderos creyentes” en su camino al “paraíso”.
Un golpe de Estado, ¿los evangélicos al poder?
“Van a atacar las procesiones católicas”, “se prevé que va haber un conflicto como el de Irlanda del Norte”. Esos eran algunos de los rumores que circulaban en 1982 en Guatemala cuando todo mundo se entera de que uno de los generales del triunvirato que toma el poder por medio de un golpe de Estado decide cobrarse una factura pendiente (el fraude electoral de 1974) y asume el poder como jefe de Estado. Inmediatamente, emprende una serie de políticas destinadas a imprimirle un sentido moral a la administración pública y en el plano militar la lucha se encarniza contra las guerrilleras que contaban dentro de sus filas a cristianos católicos renovados en la teología de la liberación y a intelectuales influenciados por lo más granado de las tendencias marxistas, ateos por definición, lo cual resultaba paradójico.
El golpe de Estado no reflejó el cambio social que estaba produciéndose con el aumento de la población evangélica y menos de su poder económico o político. Es más, para la gran parte de los habitantes de las ciudades aquel gobernante les resulto extraño, la forma como este militar renovado se pronunciaba con un sentido de moral activa no eclesial, aun cuando la mayoría de población en ese entonces era católica.
El experimento del presidente evangélico duro poco más del año: se produce otro golpe de Estado en agosto de 1984 que devuelve el orden del universo. Claro está, el tema de la religión queda a un lado. Sin embargo, en esos meses mucho de la población evangélica pudo percibirse de otra manera, como sujeto político, esto se demostró en los dos primeros gobiernos de la “nueva Era democrática”, Vinicio Cerezo de la Democracia Cristiana (con el discurso de la doctrina social de la Iglesia Católica) y Jorge Serrano Elías abiertamente evangélico (que luego intenta reestructurar el Gobierno con un autogolpe de Estado)
Con la experiencia funesta de estos gobiernos, regresa la política al plano del discurso liberal decimonónico, separación total de ahora sí: “la religión y el Estado”, traído a la palestra en forma fugaz con la candidatura a diputado del sacerdote Andrés Girón. Habrían de pasar cinco períodos presidenciales para que la campaña política tuviera candidatos que no solo no ocultan su preferencia religiosa sino que construyen sobre esa identidad discursos políticos de transformación (al menos en discurso).
¿Por qué ahora?
“Ahora lo que se trata de inventar es un partido confesional, una iglesia política, que toma prestados, sin ningún permiso, los símbolos y los rituales de la iglesia, con un pasado católico, inventado también que nunca tuvo”. (Sergio Ramírez)
Después de 26 años de “nueva democracia”, lo que es evidente es que la ciudadanía reconoce en el político (sea hombre o mujer, ladino o indígena) a una persona con poca solvencia moral y con mucha ambición. Contradictoriamente, esto permea desde el agitador de esquina hasta el financista, y cada uno desempeña un papel en una opereta que tiene como común denominador la doble moral y la ambición de dinero y poder.
Pues bien, en mejor momento no podían caer los discursos que hacen referencia a la “recuperación de la moral cristiana”. Hay que recordar que dicha moral fue separada de la acción política desde 1871, y se intentó crear un ejercicio amorfo que iba desde la copia de los ensayos europeos y norteamericanos.
El discurso religioso militante trata de ubicarse por encima de las derechas y socialdemocracia (la izquierda es prácticamente marginal en la discusión) y ubica a los ciudadanos frente a la voluntad de Dios, lo que en el cristianismo es complicado en tanto que la figura más cercana de ello está en los ensayos de estados eclesiales de la Iglesia Católica y no tanto en los protestantes con sello local.
El principio liberal resucita en la crítica acérrima al discurso esencialista cristiano. La discusión puede centrarse en torno a si ese esencialismo llegó para quedarse. La respuesta no puede ser si no más retorica que esta: mientras el sistema político no tenga credibilidad en valores éticos y morales si, y es más, tendería a radicalizarse si el proceso democratizador no logra demostrar que en la práctica política puede privar el referente cristiano.
Contradictoriamente, el discurso liberal en muchos aspectos se erige como un edificio de principios irrenunciables, verdades casi religiosas. Ejemplo de ello es la reiterada afirmación de que la política, en sí misma, encuentra y reencuentra valores solo en el ordenamiento jurídico y que nada debe al constructo religioso. Vaya, una especie de autosuficiencia del ser humano frente a lo trascendente. El creer que el principio liberal originado en condiciones históricas diferentes a las nacionales puede significar una simplificación de la lectura de lo que acontece acá que se muestra en una realidad de violencia imperante y el alejamiento casi total de todo referente de valor moral, o como afirmaba Orlando Blanco, jefe de campaña de la UNE: “Hay que separar la política de la moral”, sobre todo si esa moral tiene referentes de carácter religioso.
Derecha liberal e izquierda socialista, coinciden en algo: la religión a la iglesia, los religiosos a la misa y al culto, la política al laico. Sin embargo, en la práctica de vida cotidiana el feligrés tiene dificultad para percibir por qué el orden social es incoherente con el mundo que anuncian todas las iglesias (católicas y evangélicas), la poca coherencia entre lo que se cree y manifiesta verbalmente y lo que se practica.
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