Es una casa como tantas otras en las afueras de El Paso, en una de esas subdivisiones gigantescas que construyeron hace cuatro o cinco años y que siguen construyendo. Le roban terreno al desierto, acaban el tumbleweed y ponen calles y casas en cuyos patios nunca ha crecido una hoja de grama. Afuera de esta casa alguien ha plantado árboles. Son arboles útiles, que dan frutas. No como los que siembran los estadounidenses.
En la calle hay dos carros con golpes. En el driveway hay una troca que ha visto días mejores y tiene partes de la carrocería prestadas de otra troca. Del espejo cuelgan medallas de atletismo de una secundaria cercana y unas esposas con forro de peluche como las que se usan en las despedidas de soltero.
Tengo cuarenta minutos de haber comenzado a inspeccionar el patio delantero y las afueras de la casa. Estoy cansado, acalorado y me siento en una banca que está en el porche. No es una de esas bancas de madera que suelen aparecer en las películas en los porches de las casas de los gringos. Es un sillón de un auto, viejo y con la tapicería reventada.
Me canso de esperar y me largo. Hace calor, 42 grados dice el termómetro de mi carro, pero no me fío. Tiene que ser más. Tengo dos horas de estar sudando y voy a comprar un té helado.

Estoy intentando hablar con la mamá de una chica de esta ciudad que le dijo a todo el mundo que tenía leucemia y armó una fundación y logró que le hicieran una fiesta de graduación para ella sola.
Engañó a toda la ciudad y ahora está siendo investigada por la policía. Más allá de engañar a su ciudad y a toda el área del El Paso, la chica se inventó una historia sobre sí misma. Una historia en la que había sufrido de cáncer desde que nació y le quedaban seis meses de vida.
Una narrativa que todos los que la conocen creyeron. Hasta su novio con el que había prometido casarse.
Me bebo el té al tun tun y vuelvo a la casa, a seguir tocando. No hace falta. En la ventana hay un letrero que dice: “No comment, talk to the detective”. Meto una tarjeta de presentación bajo la puerta, en el reverso le escribo quien soy y que quiero entrevistarla. Me regresa un papelito que dice lo mismo que en el cartel pegado en la ventana. Estamos veinte minutos “hablando” con papelitos que van y vienen por debajo de la puerta.
No dice una palabra, solo cosas escritas en papelitos que me manda por debajo de la puerta. Siento su desesperación, su hastío, su desgracia. No me quiere decir quién es, pero sé que es la mamá de la chica. Está desgarrada, lo puedo leer en sus frases, en su caligrafía.
Por fin me manda un papelito, chico, media hoja de una libreta donde me deja claro que no quiere hablar conmigo, que no va a responder a mis preguntas y que quiere privacidad. Entiendo, le contesto.
Estoy sentado en la banca reventada. Me siento ridículo pasando papelitos. Es un momento desgarrador para un padre tener que enfrentar una cosa como esta, supongo. Trato de convencerla que lo mejor es dejar las cosas claras desde el principio.
Como la chica de la leucemia, tratamos de hallar significado en nuestras vidas a través de una narrativa vital que nos explica ante el mundo y ante nosotros mismos. Normalmente, tratamos de decir la verdad lo mejor que podemos.
Es una pequeña historia, que nos define. Con la que nos definimos. Si tuviera que explicárselo a alguien que no le interesan estas pendejadas le diría que es ese relato que puede caber en el reverso de una tarjeta de presentación, en la que tratamos de contestar la pregunta fundamental de quiénes somos.
Tenemos otra versión, una más larga para los conocidos, y otra, tanto más detallada, para nuestro círculo interno de amistades. Hay otra, la secreta, la compleja y casi nunca articulada historia que solo nosotros conocemos. Si tenemos la suerte de no vivir en la absoluta soledad, alguien más también la conoce, aunque nunca la hayamos discutido.
Es esa historia donde se despejan las interrogantes, los porqués, las sombras que tiramos sobre los motivos de por qué, hoy, somos quienes somos y no una de los tantos millones de personas que podríamos haber sido al momento de nacer.
Pasa a veces que nuestra historia corta no contradice la historia real, la profunda. Pasa que a veces lo que decidimos contar es un breve comunicado de prensa cierto en esencia pero destinado a confundir a la audiencia y embellecer la imagen de esa persona fallada que sospechamos o sabemos que somos. Pasa que, a veces, que algo no sea mentira no lo hace que sea la verdad.
A mí, aprendiz de narrador, me obsesiona la forma en que la gente decide construir sus historias vitales. Por qué iluminan unos detalles y ocultan otros, como tratan de reconciliar la persona que son con la persona que les gustaría ser.

Los que nos dedicamos a contar historias por placer, a los que nos gusta desarrollar narrativas que puedan convencer a alguien de qué algo es cierto, los que nos ganamos la vida con este oficio de contar relatos que no siempre son mentira pero casi nunca son toda la verdad, sabemos que un párrafo arriba o abajo, una coma y unas comillas pueden retorcer la esencia de un texto.
La gente va por la vida con esas tarjetitas, con los ‘talking points’, los cuatro o cinco aspectos de sí mismos que les validan, que le dan un significado a la existencia. Que es al final lo que estamos persiguiendo todos.
Últimamente me he encontrado explicando mucho eso. En esos cuarenta segundos que te presta el otro para dejarte explicarle porque tenés derecho a, según toque, hacerle una pregunta, pedirle un favor o, si acaso, seguir viviendo.
De tanto repetir mi narrativa, mi narrativa corta, me suena a discurso acartonado. A ‘sales pitch’ de esos telemercadólogos que me llaman todos los días para ver si The Associated Press está interesada en un plan de llamadas internacionales más barato, un auto usado que con garantía o un seguro para viejitos. Y cuando le digo que somos 5.000 mil empleados les tiembla la voz, se regocijan y me dicen que me pueden hacer un gran descuento por volumen y, 15 minutos después de estar hablando, cuando les digo que no soy yo el que decide esas cosas me mandan a la mierda.
Soy Juan Carlos Llorca, corresponsal de Associated Press y estoy en El Paso porque… ¿por qué estoy en El Paso? y allí encajo una frasecita de la narrativa acartonada. De tanto repetirla me pregunto qué motiva a la gente a decir sus frases.
Hay una situación en el ajedrez llamada Zugzwang y básicamente significa que no se puede hacer un movimiento sin hacer una concesión importante que en última instancia puede significar perder el juego. Una de esas situaciones que no importa lo que hagás, salís jodido.
En retrospectiva, muchas veces en mi narrativa vital he incorporado una u otra versión de ese concepto. Hoy, no sé qué tanto habría estado obligado a mover las piezas y que tanto las moví para ver qué pasaba.
Esas pendejadas me obsesionan. Y hay gente a quienes les parece una estupidez que me inquiete lo que motiva a la gente a explicarse de una forma u otra ante el mundo, a enfrentar el juicio de la humanidad con la dignidad que otorga una verdad a medias. Hay quienes lo encuentran tan complicado e irrelevante como el detalle de las 48 partidas entre Karpov y Kasparov en 1984. Pero, queda el consuelo que también hay a quienes les interesa.
When I get off the bus down there my children
They all are going to greet me at the station
Like gypsies they will dance around me
And the choral droning sound their voices make will saturate the evening
When I get off the wheel I’m going to stop
And make amends to everyone I’ve wounded
And when I wave my magic wand
Those few who’ve slipped the surly bonds
Will rise like salmon at the spawning
*El autor quisiera aclarar que no sabe nada de ajedrez y que incluyó las referencias con el único propósito de dárselas de culto.
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