«Que la imagen perdure, abrace y golpee»: el cine de Julio Hernández Cordón
«Que la imagen perdure, abrace y golpee»: el cine de Julio Hernández Cordón
Desde hace mucho tiempo quería escribir acerca del cineasta guatemalteco Julio Hernández Cordón. Desde la época en la que, luego de terminar de ver alguna de sus películas, me quedaba paladeando con fascinación una imagen, la esencia de algún personaje, una historia, una manera poética de narrar. Fue desde la década en la que Julio vivía y producía desde la Ciudad de México, a donde había ido a dar luego de que en Guatemala no encontrara trabajo ni presupuesto para darles vida a las películas que ya le rondaban en la cabeza. Una década en la que surgieron producciones grandes, como Te prometo anarquía y Cómprame un revólver, que lo llevaron al Festival de Cannes.
Diez años mexicanos en los que también dio clases, hizo servicio social, impartió talleres de escritura de guion y dirección, asesoró proyectos, dirigió una serie de Netflix y fue becario del FONCA en dos oportunidades.
Su nombre había aparecido con nominaciones a mejor director en los Premios Ariel, de la Academia de Cine de México, y en los Premios Iberoamericanos Fénix. Mientras él programaba películas en la Cineteca Nacional, como parte de un programa de descentralización de ese espacio cultural, asumía como política el uso de la bicicleta y armaba un equipo de béisbol amateur, que se llamó los Beispistols.
Entre ese tiempo, y este en el que lo recuerdo, Julio Hernández Cordón regresó momentáneamente a Guatemala con el deseo de volver a intentarlo. Presentó aquí su película de vampiros, El día es largo y oscuro, una hermosa alegoría de la unión de la sangre a través de la paternidad y de las herencias involuntarias que se perpetúan a través de ella.
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En esa época, me contó que quería pasar más tiempo con sus hijas, crear y contribuir, por qué no, con la noche cultural de la capital. Venía con el ánimo de trabajar en algunas películas que traía por encargo, y soñaba con poner una tienda de discos, mezcal, jugos y milkshakes en donde, además, funcionara un club de cine de la segunda mitad del siglo XX. Se iba a llamar Los años sucios, como un homenaje a su mentor, el periodista Luis Aceituno.
Sin embargo, en este país en donde dicen que la primavera es eterna, no siempre florecen los sueños. Julio recién ha vuelto a México, como esa primera vez. Y ahora que está lejos, revivo este intercambio lúdico, que tuvimos varios meses atrás, para que sirva de puente hacia su vida y su obra.
—¿Quién sos, quién has sido?
—Soy un desarraigado que creció con asma y hace poco descubrió que es neurodivergente. Una persona que le cuesta relacionarse, pero que sabe hacer amigos. Que le gusta inventar historias para ganar dinero o para bromear. Un hombre que no pone atención, pero puede escribir tres guiones al mismo tiempo. Que se aburre rápido, le cuesta lidiar con las reglas y las instrucciones. Alguien que se preocupa por tener una voz particular en sus películas, que le tiene miedo al panfleto y a los lugares comunes. Para eso se dedica a observar al otro, escuchar conversaciones o historias. Transita las ciudades en bicicleta o corriendo por las mañanas. Y, si bien, decidió no tener auto hace once años, cada tres años renueva su licencia. Un hombre que hace trampa en los juegos para provocarles risa a sus amigos. Alguien que no puede estar sin improvisar, tanto en su cine, como en la vida.
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He sido un papá imperfecto, un vendedor de discos, un reportero de la sección de Cultura que odiaba redactar. He sido capacitador en radios comunitarias, Dj, productor de fiestas, editor de un fanzine. Escribí reseñas de discos y películas, grabé conciertos de cumbias sonideras cuando fui estudiante de cine. He sido maestro, tutor y asesor de cine. He sido becario del Sistema Nacional de Creadores de México en dos ocasiones. He sido director de cine querido y director de cine odiado.
—¿Qué se siente ser un poco de todos lados: Estados Unidos, Guatemala y México?
—Vivo indeciso, nunca sé en qué sitio debería estar. Tengo dos lugares a los que pertenezco, a los cuales voy y de los cuales vengo para escaparme y ausentarme. Lugares que conozco y en donde sé moverme como local, espacios en los que puedo entender a la gente sin haber nacido ahí. Esos son Guatemala y la Ciudad de México. Me siento un infiltrado.
—¿Cómo empezó tu relación con el deseo de contar historias?
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—De niño, jugué a repetir las escenas de las películas de espías y vaqueros que miraba. No las actuaba, las vivía. Por eso, me metí en muchos problemas en la colonia en donde crecí. Quería ser ladrón, saboteador, romper la ley, ser fugitivo, quería vivir en la balsa de Huckberry Finn. Mi abuelo fue exiliado y usaba mi casa como punto de reunión con sus amigos exiliados. Allí escuché muchas historias de enojos y frustraciones acerca de un lugar en que dinamitaban puentes, la gente se escondía y vivían de manera secreta sus convicciones políticas. Por otro lado, mi abuelo materno, junto con sus hermanos y amigos, fundaron la Asociación de Contadores de Cuentos Orales de Zacapa. Sus chistes tenían estructura narrativa, sus recuerdos eran cuentos. Las reuniones familiares eran momentos para estar en silencio, para escucharlos narrar. Pero no solo narraban, ellos fueron protagonistas de sus historias. Así fue como todo empezó.
—¿Cómo empezó tu relación con el cine, con la cultura visual?
—Mi papá me llevaba al cine todos los domingos para ver películas de James Bond, Bruce Lee, Bud Spencer y Westerns. A los 17 años, estando en Costa Rica, conocí a una chica que me gustaba y que me dijo que debería estudiar cine. Yo no sabía que eso se podía estudiar. Mis papás decían que debía ser economista.
—Escogé a tres directores de cine y contame ¿por qué los escogiste?
—Kiarostami: cuando estudié cine me tocó analizar, en la clase cinefotografía, ¿Dónde está la casa de mi amigo? Lloré con esa peli. Me pareció tan sencilla en su manufactura, pero tan profunda espiritualmente. Me sentí identificado con el hecho de cómo te obligan a seguir reglas absurdas y las terminas rompiendo por cuidar a la gente que te importa. Descubrí que la poesía no solo está en las palabras, está en las acciones, los silencios, la rebeldía y los caminos de tierra, con cuestas y hoyos. Pensé que ese tipo de cine era fácil de producir en Guatemala y se lo propuse a mis colegas, pero, en ese momento, les interesaba el cine de Hollywood. Tal fue mi convicción, que hice un ensayo acerca del cine iraní y Guatemala, que se publicó en la revista Magna Terra.
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Sergio Leone: porque mezcla lo estético con el humor, el paisaje, la suciedad de la sociedad, con la poesía de morir con un balazo certero y musical. Porque sentí a un hombre que nunca dejó de ser niño a la hora de trabajar.
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Sarah Minter y Gregorio Rocha: dos cineastas que fueron pareja y se dedicaron a documentar a los punks de la periferia de la Ciudad de México. Lo hicieron con un cuidado absoluto. Retrataron su acción poética, dejaron que hablaran acerca de la rebeldía, el no futuro, el hazlo tú mismo. Todo con palabras tan mal dichas y mal conjugadas, que su sonido o pronunciación es música y un posicionamiento político que se desprende de la bilis.
—Escogé tres películas y contame ¿por qué escogiste esas tres?
—Cómprame un revólver: porque la protagonista es mi hija Matilde. Me regaló su voz y sus movimientos para narrar, con la convicción de una niña que ama a su papá.
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Se escuchan aullidos: es una película pequeña, en la que actúa mi hija Fabiana. Con esa historia intenté explicarle de dónde vengo y de dónde viene ella. Por qué soy como soy y por qué el paisaje alrededor de donde uno crece explica, en ocasiones, el actuar de los padres.
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Cualquier película de Buster Keaton: él hizo poesía con acrobacia, arriesgó su pellejo. Sus películas son oníricas y su imprudencia es sorprendente.
—Si hacemos el mismo ejercicio, ¿qué películas guatemaltecas escogerías?
—El pájaro sobreviviente de Luis Urrutia y Luis y Laura de Sergio Valdés. Por lo que ellos significan en mi formación cinematográfica. Y por el derecho de expresar su enojo frente al contexto político en que se vive.
—¿Cuál es la importancia que tiene la música en tu vida y en tus películas?
—Quise ser músico de joven. De niño me sentaba a escuchar discos. Me gustaba Gardel, sus canciones eran cuentos cortos. Un día mi papá se fue de viaje a Jamaica y trajo un disco de Bob Marley, yo no tenía idea de quién era, no sabía nada de Jamaica. Lo puse y fue hipnótico. Escuché algo que no sabía que existía. Creo que esa fue mi primera experiencia alucinógena. Me sorprendió el primer riff de «Could be love». Me dieron ganas de salir en bicicleta y besar a la vecina que me gustaba. Tenía 13 años. Desde ahí no he dejado de pensar en ponerle una banda sonora a mi vida. Qué música debería sonar en mis momentos memorables. Empecé a hacer casetes de cuando daba besos, de cuando salía en bicicleta, de cuando ganaba en los partidos de básquet, fut o béisbol. De cuándo quería golpear a la gente culera de mi escuela y de cuando tenía que salir huyendo por eso.
—Escogé tres grupos o compositores y contame, ¿por qué los escogiste?
—Juan Gabriel: porque puso su corazón en los oídos de todos sin pudor.
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Lorca: los poemas que musicalizaron Enrique Morente y Lagartija Nick o las versiones de Leonard Cohen de «Pequeño Vals Vienés» (Take this waltz), Manhattan (First we taken Manhattan), Omega. Soy lorquiano. Tengo, desde hace tiempo, una película acerca de Lorca y Joe Strummer de The Clash. Me hubiera gustado pertenecer a una generación como la del 27 o, por lo menos, tener el talento que cualquiera de ellos tuvo.
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Fratta: su disco «Romántico Desliz». Me sorprendieron las letras de ese disco. Tiene una canción que habla de Guatemala y que revuelve el estómago. Se llama «Algo que es mío». Tiene otra, como «Angustiado tiempo». Siempre me sentí más punketo musicalmente, pero Fratta me gusta, porque no se parece a nadie más.
—¿Cuál es la importancia de la poesía en tus narraciones?
—Decir, lo que quiero decir, sin hacerlo trivial, un lugar común, sin panfleto, y lograr que la imagen perdure, abrace y golpee.
—¿Cuál es la importancia del juego en tu creación?
—Sin juego, no quiero hacer cine. Sin juego, no me interesa una relación, no me interesa seguir. Sin juego, todo lo malo afecta de manera más profunda. Poner un título en una película mía es un juego.
—¿Cuál es el papel de la nostalgia en tu proceso creativo?
—El pasado siempre fue mejor. El pasado alcanza el presente. Somos los que hemos vivido, los momentos felices los descubres cuando transcurrió el tiempo.
—¿Qué significa para vos la paternidad?
—El amor profundo e irremediable, la certeza de que me voy a equivocar y me lo van a decir de muchas formas. Fragilidad, mucha fragilidad. Perder el sueño pensando y deseando que todo sea mejor para mi descendencia. La paternidad me ha dado los mejores momentos de mi vida y los más tristes
—¿Cuál es la importancia de los lazos de familia, de amistad y de la sangre, no solo en tu vida, sino en tu obra?
—Hace bastante decidí que mi familia son mis hijas. Mis amigos son mi segunda familia. Muchos han muerto, sobre todo en Guatemala, como pasó con Juan Carlos Llorca y Eduardo Spiegeler. Otros han perdurado, como Sergio Ramírez, Rafa Tres, Francis Dávila, Fidel Celada y Andrés Zepeda. Y ahora tengo amigos que son más jóvenes que yo y aprendo de ellos: Pepe Mickey, Ameno Córdova, Pablito Rojas y Diego Cazali.
—Vampiros, hombres lobo y fantasmas, ¿a qué responde ese hábitat peculiar en tus películas?
—Son personas que no se encontraban y, por más que querían hacer amigos, asustaban a todos o los intentaban domesticar. Supongo que, sin darme cuenta, los sentía de mi camada, neurodivergentes. Además, cuando éramos niños, mi hermano coleccionaba máscaras de terror. A los 8 años creo que llegó a tener más de 12 máscaras y todo el día se lo pasaba con ellas en la cabeza. Hicimos túneles de terror debajo de las mesas, debajo de las sillas, adentro de los clósets. Mi papá nos construía laberintos en los campos de maíz y en los terrenos con mala hierba.
—Si no te hubieras dedicado a hacer cine, ¿qué hubieras hecho?, ¿cuál era tu plan B?
—No tenía plan b. Antes de estudiar cine, vivía con mucha frustración y con cero expectativas. El primer día de clases, en la escuela de cine en México, me puse a llorar mientras iba de camino, justo en el puente peatonal que aparece en Te prometo anarquía, después de que mataran al enfermero actor.
—¿Qué pensás, qué sentís, si te digo las siguientes palabras y los siguientes títulos?
Pedalear: Libertad
Hijos: Amor profundo
Padres: Contradicción
Gasolina*: Oscuridad
Marimbas del infierno**: Sueños rotos
Atrás hay relámpagos: Una película que no debí hacer
Cómprame un revólver***: Paternidad imperfecta
Se escuchan aullidos: Infancia
El día es largo y oscuro: Neurodivergencia
Béisbol: Geometría
—¿Qué ha sido lo más hermoso de hacer cine?
—Narrar como profesión. Romper reglas. Que me paguen por imaginar. No tener jefe. Ir a Cannes con mis hijas.
—¿Qué ha sido lo más terrible de hacer cine?
—La exposición. Que hablen sin conocerte. La pretensión de los colegas, la soledad de la creación, apostar por una carrera y el gusto mediocre de las plataformas en Latinoamérica.
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*Gasolina: https://youtu.be/sjEVevJDvSw?si=1tW92IUSUqdrBaPS
**Las marimbas del infierno y ***Cómprame un revólver están activas en el catálogo de Amazon Prime.
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