El año 2023 será recordado como el año de los acontecimientos más inusuales e impactantes de los últimos setenta años, empezando por un proceso electoral atípico que, desde el inicio, se auguraba que iba a ser complejo y difícil, dadas las tendencias estructurales que se habían acumulado por varias décadas. Una de ellas, la más profunda y difícil de erradicar, es el inacabado proceso de integración social y político que ha padecido Guatemala desde su inicio. Ya Severo Martínez había observado cómo este país se había construido sobre el cimiento de lo que Marta Elena Casaús posteriormente llamó «racismo estructural».
Posteriormente, el desarrollo institucional del Estado consolidó la exclusión sistemática de los pueblos originarios, en primer lugar, pero también de todos aquellos ciudadanos que no tenían la suerte de poseer el apellido o el color de piel adecuada, por lo que ahora es evidente que coexisten diversos proyectos político-nacionalistas que, de manera sistemática, se enfrentan en el escenario político y electoral de Guatemala. Esta característica excluyente y autoritaria explica la polarización extrema que apreciamos durante todo el año, al punto que por primera vez, desde que se iniciaron los procesos electorales libres y democráticos en 1985, existe una amenaza real a la transición electoral que debería producirse el 14 de enero de 2024.
Una segunda característica impactante es que este año se logró desenmascarar la característica anómica del Estado, en la que el marco legal e institucional se amolda a los caprichos y deseos de los actores que han alcanzado el control del aparato gubernamental, debido a las deficientes reglas del sistema electoral. La forma en que se ha instrumentalizado toda la capacidad institucional para acusar, perseguir y encarcelar opositores y personas incómodas al régimen, será recordado por muchos años como la evidencia más infame de la instrumentalización del marco legal e institucional para perseguir actores políticos contrarios.
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Este año también será recordado porque ocurrieron notables hechos inéditos: la violación de la cadena de custodia de las cajas que contenían los votos emitidos, la persecución evidentemente espuria de ciudadanos por expresar opiniones en redes sociales, el proceso anómalo de antejuicio contra el vicepresidente en los últimos meses del gobierno saliente, la digna movilización ciudadana que, bajo el liderazgo de las autoridades ancestrales, demostró una fuerza inusitada al punto que logró paralizar al país por varias semanas; la sorpresiva victoria de un binomio presidencial que prácticamente pasó desapercibido durante la campaña de la primera vuelta electoral, más las ruidosas, multitudinarias y espléndidas celebraciones ciudadanas cuando ese binomio fue electo para gobernar los destinos del país por los próximos años.
La intensidad y trascendencia de los hechos ocurridos durante este año han marcado el 2023 como el año del parteaguas: difícilmente alguien podrá olvidar estos trascendentales meses que hemos vivido, y quizá los historiadores hablarán de este año como el que marcó el cambio de todo un modelo social y político que se orientaba fundamentalmente al saqueo de los bienes públicos, al uso del marco legal e institucional para defender privilegios y a alentar negocios que gozaban de toda la protección financiera, legal y política del Estado, bajo la premisa de socializar pérdidas y privatizar las ganancias.
El cambio, probablemente, tardará muchos años o décadas, debido a la profundidad de los problemas que se han ido acumulando durante los dos siglos de anomia estatal. Indudablemente, los actores políticos y económicos deberán aprender a deconstruir ese modelo de negocios vigente hasta este año, basado en el tráfico de influencias y el uso amañado de la ley para proteger intereses sectarios, aspecto que, indudablemente, fundamentó desde siempre la corrupción como forma usual de gobernar.
El aumento de la conciencia ciudadana y el empoderamiento de los actores sociales que promueven un cambio deberá ser el impulso real y verdadero de transformación. En ese sentido, el nuevo gobierno de Bernardo Arévalo deberá reconocer que no será por su fuerza y genialidad que Guatemala será transformada, la verdadera protagonista es la organización ciudadana, especialmente la que proviene de los pueblos originarios, quienes nos han dado una cátedra de compromiso y claridad política.
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