Que nadie se confunda: no estamos frente a una victoria, sino ante una configuración densa y enredada, donde los tentáculos de los de siempre se extienden bajo la mesa. Por eso, en lugar de aplaudir, toca mirar con atención y exigir coherencia.
La elección no fue un acto democrático, sino una negociación entre hombres, bancadas y pactos de poder. Votaron como siempre: entre cálculos, miedos y lealtades frágiles. Lo que presenciamos no fue el ejercicio de la voluntad popular, sino la repetición de una práctica política donde los acuerdos se disfrazan de consensos y las exclusiones se justifican como «estrategia».
Quiero dejar claro que esto no minimiza ni menosprecia los riesgos que implicaba elegir una Junta Directiva alineada con Allan Rodríguez y Álvaro Arzú. Ese contexto importa y fue una presión real. Pero esa reflexión no puede tapar otra: la exclusión de quienes representan a los pueblos indígenas y a las mujeres, y cómo la política sigue funcionando bajo un sistema que normaliza la discriminación. La crítica es hacia esa forma de ejercer el poder, no hacia la prudencia de evitar que ciertos grupos controlen la agenda legislativa.
Resulta trágico que se celebre ver llorar al «pacto de corruptos», a Allan Rodríguez o a Álvaro Arzú, como si eso fuera suficiente. Es terrible que el horizonte político se reduzca a la derrota de unos para darle paso a otros que juegan con las mismas reglas. En el fondo, el control del Congreso sigue en manos de quienes saben negociar el poder, no de quienes buscan transformarlo.
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Nos dicen que «así es la política», que hay que entender los sacrificios, que no hay más votos, que toca ceder espacios. Pero es curioso: los sacrificios siempre se cobran en los mismos cuerpos. Esta vez, una mujer indígena, la diputada Sonia Raguay Gutiérrez, quedó fuera, no por falta de legitimidad, sino porque la coherencia no cotiza en el mercado del poder. En este Congreso, la exclusión se normaliza como táctica, y el racismo se maquilla con discursos de gobernabilidad.
Tampoco se trata de «incluir por incluir». La verdadera inclusión no es un gesto decorativo ni un cálculo político, es garantizar que los liderazgos indígenas y femeninos tengan voz, respeto y posibilidad de influir en las decisiones que afectan a sus pueblos. Reconocer esto es tan urgente como cuestionar los pactos que perpetúan la exclusión.
Y mientras tanto, hace apenas unas semanas, la bancada oficialista presentaba con orgullo la llamada Ley por la Libertad y la Democracia Pacheco-Chaclán, una propuesta de amnistía para liberar a los exlíderes de los 48 Cantones criminalizados por defender el voto en 2023. Una iniciativa que, en el papel, parece justa; pero que en la práctica convive cómodamente con la exclusión política de quienes representan a esos mismos pueblos dentro del Congreso.
Esa es la ironía más cruel de la política guatemalteca: se habla de libertad mientras se margina a quienes encarnan la dignidad. Se levanta la voz en nombre de los pueblos, pero se cierran las puertas cuando los pueblos quieren hablar por sí mismos.
Ahora bien, Luis Contreras, integrante de la Comisión de Finanzas, celebraba el 23 de octubre de 2024 el presupuesto solicitado por Consuelo Porras para 2025. Ese mismo diputado que se comprometió con ella hoy ocupa un lugar clave en la Junta Directiva y podrá tomar decisiones en las elecciones de segundo grado. Nos piden confianza, nos repiten que «esto es lo menos peor», que hay que «recuperar el Congreso». Pero lo menos peor también puede ser profundamente perverso cuando la memoria es corta y la política se construye sobre pactos oportunistas.
No hay recuperación posible mientras el racismo siga siendo la norma silenciosa que organiza el poder. No hay democracia real si los liderazgos indígenas son tolerados solo cuando no incomodan. La exclusión de una mujer indígena no es una pérdida personal: es la evidencia del miedo que este sistema le tiene a la coherencia política de los pueblos.
Lo que hoy ocurre en el Congreso no es un accidente. Es la confirmación de que el poder en Guatemala no se comparte: se administra entre los mismos, con los mismos métodos y con el mismo desprecio de siempre hacia quienes no caben en su juego.
Así, nos ofrecen discursos sobre libertad y democracia. Pero cuando miramos quiénes deciden, quiénes pactan y quiénes quedan fuera, entendemos que esa democracia, la suya, sigue siendo profundamente colonial.
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