Los ecos de la victoria apabullante de Donald Trump en las elecciones norteamericanas ya empiezan a disiparse con el paso de los días. Sin embargo, la avalancha de análisis y opiniones que intentan explicar lo que, aparentemente, es incomprensible, no ha menguado con el paso del tiempo; es más, se prevé que, incluso cuando Trump desaparezca físicamente del escenario público, ya sea porque haya terminado su segunda presidencia o porque haya pasado a mejor vida, las voces que seguirán buscando explicar las razones de su éxito continuarán por muchos años y décadas, alejándose cada vez más de las razones prácticas y concretas que lo impulsaron a ganar su segunda presidencia.
Al respecto, varias son las interrogantes y misterios que se intentarán analizar. En primer lugar, la permanente y robusta popularidad del personaje, a quién se ha intentado derribar de muchas maneras. Pesan sobre él tantas y tan variadas críticas que resulta casi imposible sintetizar todo lo que se ha dicho sobre su carácter, sobre sus caprichos y sobre sus numerosos defectos.
Políticamente, fue objeto de acusaciones legales graves, una de las cuales finalmente avanzó hasta convertirse en una condena judicial, que seguramente, jamás cumplirá. Además, fue el objetivo de un intento de asesinato, aunque muchos aún creen que se trató de un montaje. En su momento, fue abandonado e incluso criticado abiertamente por varias figuras importantes de su propio partido. No obstante, cuando se percibió la posibilidad de su victoria, esas voces críticas terminaron consolidando su poder, como fue el caso del actual vicepresidente, James David Vance, quién pasó de ser un férreo opositor a un estrecho colaborador.
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El análisis de Christopher Robichaud quizá empiece a rozar la profundidad del problema que demuestra la victoria de Trump: «Estados Unidos, culturalmente, ha abandonado por completo una política de decencia y respeto y ha adoptado en cambio una política de resentimiento, venganza, falsa nostalgia y acoso». Unos años antes que él, varios destacados sociólogos ya habían advertido el cambio de época que habíamos empezado a vivir. Primero, Alain Touraine nos había alertado de que la globalización había profundizado las diferencias entre los seres humanos, lo que ya indicaba fuertes indicios de una crisis del lazo social. Posteriormente, Ulrich Bech había anticipado que los cambios vertiginosos en lo social pronosticaban que las ciencias sociales estaban trabajando con categorías zombis: vivas conceptualmente, pero muertas en la realidad. La moral y la ética, tal como la entendemos, quizá sea ya una categoría zombi: a Trump se le atribuyen las acciones y expresiones más antiéticas, más aberrantes y falaces que algún político norteamericano haya pronunciado en medio de una campaña electoral, y, sin embargo, tal como él mismo predijo en 2016, ninguna de esas aberraciones le restó un solo voto. Los votantes estadounidenses simplemente ignoraron tales defectos, con tal de asegurarse los beneficios que percibían recibir de este controversial personaje.
El último aporte que recuerdo ahora proviene de otro sociólogo y filósofo destacado: Zygmunt Bauman, quien ya había confirmado lo que Touraine había dicho antes: cualquier intento de pensar la sociedad está errado, porque la sociedad actual está compuesta por una multiplicidad de actores diversos que tienen cada vez menos en común, excepto, quizás, el hecho de que la mayoría de ellos son «buscadores de rentas». No importa mucho quién sea quien llegue, lo importante es que las personas apoyarán a quienes piensen que son más exitosos en darles lo que esperan. Bukele, Milei y ahora Trump parecen personajes que en otra época serían impresentables, políticamente hablando, debido a que no son consistentes con la ética y la moral tradiciones, pero son muy efectivos en proyectar esa imagen de éxito que fascina a los votantes. Por eso, los estrategas de Kamala Harris cometieron un error profundo al apelar a la conciencia de una sociedad que parece tener una moral muy sui generis, muy apegada a sus propios egoísmos y miedos.
En ese contexto de exceso de egoísmo y superficialidad, los procesos electorales ya no son la arena donde se discuten propuestas, sino donde se desarrollan estrategias de segmentación de mercado en la que se venden ilusiones y se incentivan emociones para manipular y ganar el apoyo efímero de los votantes. Así, la democracia —entendida como demagogia— se ha vuelto el peor enemigo de la democracia.
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