El presidente Bernardo Arévalo ha cumplido ya seis meses de gobierno, y el debate sobre el desempeño de quien prometiera una segunda primavera democrática aún sigue vigente. Para algunos, el actual gobierno ha defraudado a muchos, debido a que hasta el momento, parece haberse acomodado al cerco político e institucional que le rodea, incluso algunos hablan de cogobierno con aquellos que un día parecían ser sus acérrimos enemigos. En coherencia con esta visión negativa, se habla de notables ausencias y debilidades, tales como la carencia de una comunicación eficaz con la población, la incapacidad de resolver problemas urgentes como el hundimiento en la autopista Palín-Escuintla, el alza de los precios de la canasta básica y los frecuentes cambios en el gabinete que para algunos, es signo de un partido que llegó sin un norte claro ni un equipo consolidado de gobierno.
Para los defensores del presidente, la explicación de tantas falencias está en la permanente conspiración mediática, legal y política que los numerosos opositores han sabido tejer alrededor del gabinete Bernardo Arévalo. Todo esto indudablemente tiene como fin promover un lento, pero sostenido desgaste del partido Movimiento Semilla, con la clara intención de obstaculizar e incluso paralizar la capacidad de maniobra del gobierno; incluso, para algunos, la amenaza golpista sigue adelante, con once denuncias pendientes que en cualquier momento podrían significar eventual destitución del presidente, especialmente si consideramos la correlación de fuerzas que el gobierno tiene en el Congreso de la República y en las más altas cortes judiciales del país.
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Analíticamente hablando, Bernardo Arévalo tiene una colosal disyuntiva: avanzar en el combate a la corrupción significa desmontar todo el entramado legal, institucional, administrativo, político, cultural y simbólico que prevalece en un Estado Anómico como el nuestro. Esto significa que debe promover un cambio, satisfaciendo varias condiciones; en primer lugar, debe promover una alineación favorable de fuerzas opositoras, mediante la creación de incentivos políticos y económicos que permitan que quienes hayan hecho fortunas, aprovechándose de las contradicciones y vacíos del sistema, puedan obtener ganancias legítimas bajo las nuevas reglas del juego. Indudablemente, esta situación será percibida por la población como claudicar o negociar con el enemigo. Una vez conseguida esta alianza político–institucional favorable al cambio, debe promover cambios legales, institucionales y políticos que establezcan un nuevo horizonte legal e institucional más apegado a la cultura de legalidad que combata la corrupción, disminuya la impunidad y elimine el tráfico de influencias, pero para ello, también debe promover cambios simbólicos y culturales: debe desmontar la arraigada cultura de transgresión que prevalece en la sociedad, de manera que sean los mismos actores ciudadanos los que garanticen y promuevan el cumplimiento de la ley.
La evidencia alrededor del mundo demuestra que en la actualidad, muchas sociedades se encaminan a producir condiciones de anomia e incertidumbre institucional, en vez de fortalecer la institucionalidad y el Estado de derecho, tal como por ejemplo, ocurre en Estados Unidos. De la mano de un liderazgo caudillista como lo es Donald Trump, la democracia estadounidense parece ir descomponiendo la arraigada cultura de legalidad para ir promoviendo una abierta cultura de transgresión, especialmente si tenemos en cuenta que el candidato republicano ya fue vencido en juicio, por lo que si Trump gana la presidencia norteamericana, será el primer presidente convicto que gobernará una de las naciones más poderosas del mundo.
Pero volviendo a Guatemala, describir estos tres procesos de cambio que implica cambiar la correlación de fuerzas actual, promover cambios legales e institucionales y favorecer una transformación profunda en la cultura política vigente es más fácil describirla que realizarla, especialmente si consideramos los últimos dos: promover cambios legales e institucionales llevará probablemente muchos años, pero cambiar el aspecto simbólico y cultural llevará muchas décadas, todo lo que, ciertamente, excede el tiempo para el que fue electo Bernardo Arévalo. Es indudable que, en este anhelo de cambio, hay más desafíos y obstáculos que certezas.
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