Recientemente fui invitado por la fundación Ixcanul a comentar una película en el marco de su programa «Sala de Cine», que consiste en que periódicamente se proyectan y comentan determinadas joyas cinematográficas que merecen ser analizadas y discutidas. En esta ocasión, la obra cinematográfica escogida fue la película Mar Adentro, del director chileno Alejandro Amenábar y protagonizada por el actor español Javier Berdem.
La película cuenta la historia verdadera de Ramon Sampedro, un marino español que, a la edad de 25 años, en el año de 1968, sufrió un accidente que lo dejó tetrapléjico, dependiente por completo del cuidado de su familia. Veinticinco años después de ese incidente, inició el proceso legal para «morir dignamente», como él mismo decía. Solicitaba que se le permitiera rechazar las sondas que lo alimentaban, o que un médico pudiera recetarle fármacos letales que fueran administrados por alguna persona cercana. Durante varios años, buscó afanosamente que le permitieran la eutanasia, tanto en tribunales españoles como en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en Estrasburgo, pero todas sus peticiones fueron rechazadas, tal como se narra de forma impactante en la producción escenificada de su vida.
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Finalmente, a principios de 1998, un grupo de amigos y familiares se dividieron las tareas que permitirían la muerte asistida de Ramón Sampedro, de manera que ninguno fuera directamente culpable de su muerte. En ese entonces, la eutanasia era poco discutida y comprendida, por tanto, quien ayudara a morir a alguien, podía enfrentar un proceso penal, cosa que al final, no sucedió. El proceso mediático de su muerte, más las muchas cartas que escribió sobre el tema, fueron recopiladas en su libro Cartas desde el infierno, donde explica extensamente sus sentimientos: «cuando el placer y el dolor se desequilibran tanto que sufrir se hace intolerable, sólo el deseo y la voluntad de la persona tienen autoridad moral para decidir si interesa soportarlo o no».
Ramon Sampedro no fue un caso único: el sufrimiento en el mundo parece exponencial, tal como lo demuestran las cifras de suicidio, el lento pero sostenido mal del que nadie quiere hablar. Durante la conversación posterior a la proyección de la obra, me acompañaron un médico y una psicóloga: narraron historias cotidianas de personas que, en circunstancias parecidas a las de Ramón Sampedro, enfrentaban situaciones cotidianas de dolor y sufrimiento constante, por lo que ambos estaban a favor de la eutanasia como alternativa.
La psicóloga enfocó el problema desde la salud mental, afirmó categóricamente que, en nuestro país, no existen políticas públicas para atender los problemas de salud mental que padecemos. La violencia desbordada, la precaria situación laboral de muchas familias, la desintegración familiar, el caos vehicular constante, son algunas de las muchas problemáticas que inciden en la calidad de vida y en la salud mental de la sociedad guatemalteca. Especialmente, porque el modelo político corrupto y excluyente que se construyó se alimenta del dolor y de la muerte: mientras más tragedias ocurran, más fondos públicos se destinarán a paliar sus efectos, con lo que habrá más oportunidades para «repartir» las sobras de las obras.
Cuando veía la obra, recordé una colega socióloga a quién asesoré en su tesis de licenciatura, trataba el tema del suicidio. La temática era importante para ella, debido a que su mejor amiga lo había cometido. Durante el desarrollo de su trabajo, se acercó a diferentes casos de jóvenes que habían decidido terminar su vida, descubrió un legado de silencio y negación, haciendo evidente que, en nuestro país, aún no hay condiciones para abordar ni mucho menos mitigar el problema. Por eso, recordé las palabras con las que empezaba el trabajo académico de mi colega; una frase contundente, heredada de la amiga muerta: «No es locura, es exceso de lucidez».
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