Estos días he pensado cómo nombrar a las personas con las que me relaciono y viven en la negación del otro. Ya sea por temor u odio, muchas de estas buenas personas reniegan del otro y desprecian la democracia en su potencial igualitario. Me gustó «reaccionario» porque su sonido indica tensión y el significado los coloca en una posición defensiva respecto a la jerarquía que conciben como natural, la estructura finquera que pervive con prejuicios racistas y vestigios del anticomunismo, principios articuladores de afectos y efectos violentos cuyo movimiento oculta la estructura desigual que opera de fondo.
Lo importante, sin embargo, no es tanto definir cómo señalar las conexiones entre identidades, acciones y afectos. Es verdad que hay valiosas excepciones, sin embargo, a estas alturas no es posible negar que el fallido golpe de Estado fue perpetrado por extremistas de derecha –algunos libertarios y otros fascistas–, apoyado por «conservadores» –tanto silenciosos como los más vocales cuyo temor infundado proviene de un futuro apocalíptico plagado de sóviets y supermercados vacíos– sumado a un grupito avorazado de criminales fichados con la tesis del «brayanismo». Muchos análisis se han centrado en estos últimos, sin embargo, los «brayans» no nacieron de la nada. Asimismo, el pegamento de los golpistas no es una coincidencia de intereses ni una alianza «incómoda», sino una visión antipolítica e iliberal puesta al servicio de una economía depredadora, en lo absoluto meritocrática, plagada con rasgos autoritarios.
Es obvio que la propia tesis del brayanismo está informada por racismo. Y no por el nombre, sino porque niega al otro, tanto económica como políticamente, pues implícita está la idea de que unos están destinados a gobernar y otros a ser gobernados. Por eso se les ve como advenedizos, trepadores sociales, lo cual es cierto, pero fijémonos desde dónde se pronuncia y qué se silencia. Juan Luis Font titula su columna con la palabra «rebelión», lo cual es significativo, pero exagerado, no solo porque contrapone a quienes trabajan juntos, sino porque refuerza la jerarquía misma del capataz/patrón. En el fondo es el modelo finca el que permite la depredación, ya sea la insaciable de los «brayans» o la supuestamente «tecnocrática» de la élite parasitaria. Si los «brayans» se enriquecieron indebidamente no fue con otro sistema que el diseñado y dominado por las élites, muchas veces con su beneplácito.
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La alianza no ha sido siempre incómoda, como no lo fue con el golpe de Estado. Quedó clarísimo con la articulación de la falsa narrativa que culpaba a Bernardo Arévalo sobre los bloqueos de octubre a la que se sumaron gente de derecha «decente». Aún hoy un puñado de fanáticos –no brayans– enfatizan en los daños económicos que generaron, obliterando los beneficios que brindaron el hecho que hayan evitado el aislamiento y las sanciones internacionales. Un grupo que, insisto, no es tan pequeño como se dice, prefiere la corrupción a la posibilidad de un futuro más próspero, justo y libre para todos. Y es en esas conversaciones que me persiguen –yo salgo para beber y bailar, no para que me hablen de política– en las que repiten el estribillo de que nuestro problema de siempre son los indígenas –la famosa tesis del «problema del indio»– pues son solo un grupo de manipulados o acarreados que actúan sin voluntad porque carecen de razón y educación como con los bloqueos. Pocos minutos más para que aparezcan veladas las tendencias genocidas, como la de que el error del Ejército fue no haberlos aniquilado.
Hace poco me lo volvieron a repetir. Lo dijo como si comentáramos una película. Lo dijo justo después de haber establecido que las opiniones y preferencias de las personas, su valía y posibilidad de opinar o votar, se miden según lo que producen. En otras palabras el reaccionario planteaba una ciudadanía premium y otra de segunda clase. La finca, la finca. Detrás de todas éstas sandeces están unidas en la negación del otro, una afrenta al principio igualitario que la democracia representa. Pero también opera otra idea, la idea de propiedad, la idea de que éste es su finca, una idea de país reaccionaria con una jerarquía establecida de quiénes mandan y quiénes obedecen. Por ambos motivos reniegan de la política y la desprestigian, aunque ellos estén en el tinglado, porque es precisamente allí donde se puede modificar la finca.
En estos encuentros desagradables he visto lo que Sarah Ahmed señala sobre cómo circulan las emociones, crean superficies, fronteras y movimientos entre cuerpos que se acercan (los golpistas) y alejan (indio, progre). Emociones como el miedo y el odio que van configurando al «otro» y establecen relaciones, violentas o fraternas.
Deseo que este 2024 podamos todos cultivar otras maneras de relacionarnos con emociones que contribuyan a la democracia pendiente, la democracia del porvenir.
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