Este refresco, por positivo que resulte, no obsta para que los pensamientos se dirijan hacia otro sinfín de circunstancias que constituyen lo que vagamente llamamos «la coyuntura nacional». Algunas de ellas positivas, como la capacidad del sistema electoral de favorecer las herramientas de veto ciudadano hacia el poder. Algunas de ellas negativas, como la capacidad de ciertos actores de aferrarse con uñas y dientes a su cuota de poder en contra del propio sistema democrático.
Ambas categorías de cosas pueden suceder –y de hecho suceden– al mismo tiempo. Por un lado, porque la construcción del Estado guatemalteco ha sido, en términos generales, unilateral: propia de quienes han tenido los medios para construirlo, y no de aquellas inmensas mayorías que lo constituyen y que, aunque se encuentran al centro de su necesidad, han estado siempre al margen de su construcción. Y, por otro lado, por la incansable labor de quienes notan estas diferencias estructurales y están dispuestos a rechazarlas.
Dicho de otro modo, la inverosímil vendetta que es el caso contra Laparra no debería haber sucedido nunca, y nuestras alegrías deberían ser más hondas que su liberación condicional, porque la libertad es algo que ni ella ni nadie de su talante debería haber perdido.
El caso contra Laparra, sin embargo, no es uno aislado. El patrón sistemático de criminalización de operadores de justicia, defensores de derechos humanos, periodistas, protesta social y opositores políticos no parece menguar. Más bien, se acrecienta en la medida en que todas las personas incluidas en estos grupos dan señales de constituir un peligro real para el (des)equilibrio del poder.
Y, sin embargo, tampoco parece menguar la loable labor de estas personas. No es esto una señal solo de resiliencia, sino de un llamado urgente a rechazar los embates que buscan acabar con todo aquel obstáculo para la preservación de la impunidad y la corrupción. Que el derecho sea utilizado como herramienta de manipulación y de sostenimiento de las estructuras sociales que propone Carlos Guzmán Böckler en Colonialismo y revolución revela una realidad desalentadora, mas no un ideal de país. Es decir, que esas prácticas históricas debemos frenarlas con urgencia e insistencia.
De modo que no basta con convertir en símbolos a las puntas de lanza de esta lucha. Las autoridades indígenas que se oponen al quebrantamiento democrático, los operadores de justicia que con paciencia se enfrentan a Goliats con recursos y poder, y los defensores de derechos humanos que defienden la tierra de las comunidades más afectadas, no pueden ser solo mártires. Al no bastar con esa mitificación, de por sí peligrosa para el resguardo de sus propios derechos, lo que corresponde es más bien la adopción de sus luchas como un núcleo común sobre el qué partir para la construcción de un Estado donde quepan todas las personas.
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La tarea de replantearnos preguntas y convenir respuestas como punto de partida no es un tibio llamado al diálogo intersectorial, pues para ello bastan y sobran espacios e iniciativas. Es más bien un ejercicio de materialización de una lucha que no tiene sentido si no es colectiva. Pero también de una lucha que no acaba con una toma de posesión o con la salida del poder de un funcionario que ponga en peligro la democracia. Porque al ser la democracia el sistema que hemos escogido para gobernarnos, su mantenimiento y fortalecimiento son cuestiones perpetuas que no podemos ignorar.
Esa labor es tan incómoda como necesaria porque la democracia no es algo que venga dado, sino que exige un actuar constante. Un Estado democrático es algo que se procura todo el tiempo, pues de otro modo y al facilitar la aparición de actores que ponen en peligro la salud propia del sistema, es un despropósito.
No es justo, pues, que sean siempre las autoridades indígenas, los defensores de derechos humanos, los operadores de justicia y los periodistas quienes deban cargar con esa tarea. Sobre todo porque es un trabajo frecuentemente desagradable, cuyos reveses suelen ser terribles. Pero el retroceso democrático es mucho menos deseable y mucho más peligroso a partes iguales, porque en general el ejercicio adecuado de los derechos y las libertades es un mito sin un marco democrático igualitario.
De modo que, con el inicio de un año que promete oportunidades de cambio, se hace necesaria la reflexión individual sobre nuestro papel en esa lucha colectiva. No podemos dejarnos llevar por la fantasía, pero sí por un ímpetu realista alimentado por el pensamiento de que el futuro no le pertenece a quienes pretenden robárnoslo.
En resumidas cuentas, la tarea consiste mucho más que en un mero recuento de daños y de victorias. Es un trabajo estructural que permita evitar más casos de criminalización como el de Virginia Laparra o el intento de quebrantamiento democrático, y que nuestras alegrías, mucho más de fondo, provengan de esa lucha permanente.
Implica construir un Estado en el que, como reza el Popol Vuh, «todos se levanten, nadie se quede atrás, que no seamos ni uno ni dos de nosotros, sino todos». Es una tarea que no dará descanso nunca, que requerirá esfuerzos diarios y perpetuos. Y al imaginar el futuro, no podemos pensar en un estado positivo imperturbable de las cosas, pero sí uno en que seamos capaces de luchar contra aquello y aquellos que buscan subyugarnos. En esa lucha constante, como Sísifos que incesantemente llevan la piedra hacia la cima sabiendo que caerá de nuevo, también debemos –como escribió Camus– imaginar a Sísifo feliz.
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