En la escuela, las mamás se organizan para preparar y servir la comida que manda el gobierno. Ese momento es uno de los más esperados del día, no solo porque comparto con mis compañeros, sino porque esos bocados de comida calientita que llegan a mi boca, con su delicioso olor, hacen que mi corazón sienta bonito. Es como si, por un instante, todos mis problemas se desvanecieran y mis dedos se volvieran más ágiles para comer. Mis amigos me molestan, pero no les hago caso; mi mente está enfocada en la comida, en ese pequeño placer que me motiva a estudiar cada día.
Sin embargo, hay cosas que no entiendo. A menudo, veo los enojos y las tristezas de papá y mamá. Mi tía dice que cuando era pequeño, una gran tormenta inundó toda nuestra comunidad. El agua entró por todos lados a nuestra casita, y la milpa se perdió. Desde entonces, la vida ha sido un constante desafío. Mi papá se endeudó, vendió parte de su terreno para que pudiéramos comer y poco a poco reparar la casita. Pero después de eso, la sequía llegó, y este año el intenso calor nos ha dejado aún más desolados.
Mi papá quiere irse a la capital, buscando una oportunidad que parece lejana. Mi mamá dice que no podrá, que la familia necesita estar unida, pero la desesperanza se siente en el aire. No encuentran salida para recuperarse de todas las pérdidas que han tenido desde aquellas tormentas. Para colmo, mi hermanita murió recientemente de una fuerte tos. La tristeza se ha adueñado de nuestro hogar, y aunque trato de ser fuerte, a veces siento que el peso de todo me aplasta.
Ahora, vivimos de las semillas de arbolitos que mi papá decidió hacer crecer. Casi todos los días, baja al pueblo a vender sus arbolitos. Algunos días vende, otros no. Recuerdo un día en particular, un día que debería haber sido festivo, cuando llegamos al pueblo por los desfiles. Allí, cerca del mercado, me encontré a mi pobre papá durmiendo en la banqueta, rodeado de todos los arbolitos que no había logrado vender. Su rostro cansado y la tristeza en sus ojos me rompieron el corazón.
Mi mamá y mis hermanos intentamos animarlo, pero él siente que no aguanta más. No sabe hacia dónde ir, y esa incertidumbre me angustia. A menudo, me desvelo en la noche, tratando de disimular el hambre para que ellos no se preocupen, pero en realidad, al final del día todos nos vamos a dormir con hambre.
Mi plan es llegar a tercero primaria y luego irme a trabajar, conseguir algo de dinero para ayudar a mi familia, para que papá y mamá no tengan que preocuparse tanto. Quiero que regrese la alegría a nuestra casa, aunque sea un pequeño destello como esa luz que pasa por la lámina cuando hay luna.
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A veces, mientras camino hacia la escuela, me encuentro pensando en cómo sería nuestra vida si las cosas fueran diferentes. Si la tormenta no hubiera arrasado con todo, si la sequía no hubiera llegado, si mi hermanita estuviera aquí con nosotros. Imagino que podríamos sentarnos juntos a la mesa, compartir risas e historias, en lugar de este silencio pesado que se ha instalado en nuestro hogar. La risa de mi hermana solía llenar los espacios vacíos, pero ahora solo queda un eco de su ausencia.
En la escuela, mis compañeros hablan de sus sueños, de lo que quieren ser cuando crezcan. Algunos quieren ser doctores, otros maestros. Yo, en cambio, solo quiero que mi familia esté bien. Quiero que papá no se sienta tan abrumado, que mamá no tenga que llorar en silencio. A veces, me siento como un niño pequeño atrapado en un mundo de adultos, donde las responsabilidades y las preocupaciones pesan más que cualquier juego.
Un día, mientras escuchaba a la maestra hablar sobre el futuro, sentí que el nudo en mi garganta se hacía más fuerte. Ella decía que la educación era la clave para salir adelante, que con esfuerzo podríamos lograr nuestros sueños. Pero ¿cómo se puede soñar cuando el hambre es un compañero constante? ¿Cómo se puede concentrar uno en aprender cuando la mente está llena de preocupaciones?
Esa tarde, al regresar a casa, vi a mi papá en el campo, mirando con desánimo las pequeñas plantas que había sembrado. Me acerqué a él y le pregunté si todo estaría bien. Él sonrió, pero su sonrisa no llegaba a sus ojos. Me dijo que había que tener fe, que algún día las cosas mejorarían. Pero en su voz había un eco de tristeza que me hizo dudar. ¿Qué pasará si nunca mejoran? ¿Qué pasará si el hambre y la tristeza se quedaban con nosotros para siempre?
Si José pudiera escribir una columna de opinión que analice la realidad crítica de miles de guatemaltecos y también tuviera la suerte de que un medio de comunicación se la publicara, nos escribiría de esta manera. Sin embargo, para algunos quizás estas letras no serían suficientes para entender las condiciones de vida de los otros, la falta de políticas eficientes que mitiguen el hambre y garanticen una vida digna o que eviten la migración forzada, pero ¿son suficientes para usted, querido lector?
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