Este año, la alegría tiene un matiz distinto, casi de rebeldía. Algunos agricultores, con esa chispa que solo da la necesidad y la experiencia, le ganaron la partida al clima. Muchos, ignorando el calendario tradicional de mayo, esperaron hasta junio para sembrar. No fue suerte, fue estrategia. Consultaron el cielo y la información climática —esa que a veces parece vedada para el campesino— y acertaron. Gracias a esa espera, hoy a los mercados y las mesas familiares llegaron los güisquiles, hierbas, frutas y granos básicos. Las fincas de café y monocultivos demandan brazos, generando ese «chivito» estacional que, aunque mal pagado, oxigena los bolsillos.
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Pero no nos engañemos, esta felicidad es la cara amable de una moneda muy vieja y oxidada. Estamos celebrando el fin de la llamada «hambre estacional». Antes, los técnicos decían que este calvario iba de abril a septiembre. Hoy, la evidencia nos cachetea con una realidad más dura: la penuria comienza en marzo, cuando se acaba la última reserva de granos, y se extiende hasta octubre o noviembre. Son casi ocho meses donde la gente hace «lo imposible» para comer. Ocho meses de silencio estomacal que terminan justo ahora, cuando la cosecha maquilla temporalmente una crisis estructural que los gobiernos insisten en tratar con pequeños parches.
Porque, seamos francos, la estructura agraria de Guatemala sigue siendo un problema histórico. La tierra se concentra en pocas manos, mientras la mayoría se pelea por retazos de suelo que ya no dan más. La tierra se cansa, se erosiona, se nos muere entre las manos o, en el peor de los casos, se mancha con la sombra de cultivos ilícitos donde algunos dicen «de algo hay que vivir». Y ante este drama, ¿cuál es la respuesta del Estado? Pisos de cemento, algunos insumos para la vivienda, una atención sin coordinación y represión para quienes defienden la tierra.
Se aplaude la intención de mejorar la vivienda, claro que sí; sin embargo, eso no saca a nadie de la pobreza si no hay acceso a los medios de producción: tierra, agua, tecnología y transporte. Existen evidencias positivas sobre la mejora de la vivienda, y eso es muy alentador. No obstante, son esos mismos determinismos los que nos mantienen atrapados en acciones de bajo costo que no han funcionado.
Imaginen por un momento la utopía posible: los paperos de Tejutla, San Marcos, vendiendo su producto directamente en la capital, sin la cadena de coyotes que se queda con la ganancia. Imaginen manzanas, carnes y mariscos llegando del productor al consumidor a precios justos. Eso no es magia, es política pública. Eso es lo que puede impulsar la Ley del Sistema Nacional de Desarrollo Rural Integral (Iniciativa 4084), esa que lleva años «engavetada» en el Congreso porque a ciertos sectores les tiemblan las piernas de solo pensar en un campesinado autónomo y próspero.
En lugar de eso, el sistema de salud sigue intentando que la niñez y mujeres tomen las vitaminas que muchas veces terminan tiradas o dadas a los animales En el mundo real y de campo, la desnutrición no se trata con polvitos mágicos; se enfrenta con comida real. Esa felicidad que sentimos al comer un buen plato de frijoles con tortilla, hierbas y fruta, no es solo poesía, es biología pura. Al comer de manera variada y nutritiva, nuestro cerebro libera dopamina y serotonina; son los neurotransmisores del bienestar, la química de la dignidad humana.
El verdadero contrapeso a la industria de los ultraprocesados —esa que nos llena de azúcares y grasas baratas— no es ponerles sellos a los empaques (una batalla que el mercado siempre ganará). El contrapeso real es que la gente tenga recursos y tierra para alimentarse con comida de verdad.
Suena a sueño lejano, lo sé. Pero mientras pelo este elote y veo la sonrisa de quien come hoy sabiendo que mañana también habrá, no puedo evitar pensar que esa alegría no debería ser estacional. Debería ser un derecho, no una racha de buena suerte. Es hora de dejar de hacer lo que no ha funcionado: acciones aisladas y de baja escala. Es tiempo de empezar a devolver la tierra y la dignidad a toda Guatemala.
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