«Mija, por favor, no le vayas a poner Jorge al niño», me dijo mi mamá, en un suspiro angustiado y novelero. «Los Jorges siempre se van…».
Desde su más humana experiencia, mi mamá sabía que los Jorges siempre se iban: el primero en esta historia era su medio tío, Jorge Manrique, que abandonó el hogar en la adolescencia y dejó a la bisabuela Mina con una búsqueda dolosa que duró medio siglo de caminos y ciudades hasta que logró encontrar al Jorge que se fue en otro país, ya entrado en años y con muchísimos resentimientos guardados. He escuchado esta historia tantas veces que me creo testigo presencial: «Jorge, ¿sos vos?, ¿en verdad sos vos?», mientras la anciana y ciega mujer estrujaba la cara de su hijo con ambas manos.
El segundo strike lo protagonizó el abuelo Chocho, suegro de mi mamá, y dicen que fue un hit porque se fue contento. Contento porque tenía experiencia en eso de irse y regresar: agente viajero de profesión y porque la vida es eso, un viaje. Me contaron que su partida fue iniciando el tercer inning y sobre el campo de baseball, dejando a diez hijos, mil anécdotas, millones de kilómetros recorridos y una viuda que jamás dejó de amarlo.
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Otro de los Jorges que se fue era su esposo, Jorge Ernesto. Desde siempre, mi papá se iba a trabajar a otros países. Siempre regresaba, eso sí. Regresó incluso la vez que le agarró la peor de las crisis de la mediana edad y decidió marcharse con una señora: que estaba enamorado, dijo y que nadie podía detenerlo. Y pues, nadie lo detuvo ni esta ni ninguna de las miles de veces que se fue. «Cuando me muera y sea fantasma voy a venir a chingarte desde el más allá», le decía a mi mamá con la voz burlona de siempre. Y no dudo de esta promesa, porque chingó hasta el día en que murió en brazos de ella y sigue chingando hoy (porque aunque falleció, aún no se muere el viejo jodido).
Después fue Jorge, mi hermano, cuando cruzó el mar hacia esa «maldita isla comunista» para hacerse hombre y hacerse profesional. No estoy segura de si este Jorge se fue por aventurarse o por huir, pero su viaje de ida continúa hasta hoy: de botas y bigote, chapiándose camino valiente en los montes más recónditos, justo allá donde la espalda del mundo pierde su nombre. No nació, pero vive, se reprodujo y muy probablemente morirá en ese lugar lejano e inhóspito. A veces regresa, aunque sea por ratos.
En fin, según mi mamá y sus múltiples experiencias con los Jorges a lo largo de tantos años y generaciones, podemos decir, con total precisión (si es que la estadística nos lo permite) que los Jorges siempre se van.
Han pasado 26 años desde la historia de la cunita en el salón de maternidad, Jorgito. Y yo, tu orgullosa mamá (mucho por desafiante y otro mucho por convicción personal) tomé el riesgo y la importancia de ese preciso destino: me encanta contarte que elegí tu nombre a los 16 años, cuando descubrí a Borges. Me encanta contarte que jamás he de olvidar la primera vez que cruzamos miradas: yo temblando de emoción y tus ojos que reflejaban un mar en calma. «Ximena, te voy a abrazar, pero no te beso», ese primer día de la madre que celebramos en el kínder. «Vení a verme, pues: pero no grités, no llorés y no hagás porras, si no ya no te invito…», en cada partido del deporte que fuera.
Jorge como tu abuelo y el mío, como Manrique, como mi hermano y como Borges: pero ni todos estos hombres juntos logran el temple que tienen tus preciosos ojos verdes. Te juro que hice lo que estaba en mis manos para que este momento no me agarrara por sorpresa. Te aseguro también que no tengo miedo, que hoy entiendo que tú naciste listo. Ante cualquier persona y situación, puedo jurar que sos el hombre más noble y sabio que conozco. Que sigo sorprendiéndome de lo inteligente que resultaste, a pesar de la genética que te heredé. Que a nadie más le permito regaños ni instrucciones monosilábicas. Que tu tosco abrazo es el que me alienta cada día desde hace tantos años. Que mientras me preparaba para tu viaje, me has convertido en una especie de Doña Florinda, inmensamente orgullosa del hombre que sos y serás. Te prometo preparar café con leche para que encuentres la mesa puesta cada vez que regreses.
«Mija, por favor no le vayas a poner Jorge al niño», pero claro que no hice caso a esa instrucción. Hoy, sin angustia y con completa convicción levanto mis manos para que me veas despedirte. No hay dolor en esta partida, hijo. Con estas mismas manos que se agitan al viento para celebrar tus nuevos caminos, te libero del peso de este nombre mientras señalo el cielo, dando gracias por tu libertad. Feliz viaje, hijo. Mi alegría y dicha se resumen en dos palabras: Jorge Luis.
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