Hace unos meses, un domingo del sexto mes, caminábamos con las manos en los bolsillos, apretando los puños, expectantes, y marcábamos una equis en unos papelines de colores pálidos e indefinidos, como nuestro futuro.
Miramos a nuestros hijos, a nuestras parejas y sin mucha convicción apostamos por romperle la cara al futuro, pero sucedió que esa decisión se multiplicó por cinco, por trece, por treinta y seis y llegó a una cifra mágica, una que abriría la caja de...
Miramos a nuestros hijos, a nuestras parejas y sin mucha convicción apostamos por romperle la cara al futuro, pero sucedió que esa decisión se multiplicó por cinco, por trece, por treinta y seis y llegó a una cifra mágica, una que abriría la caja de las tempestades. La mirada del tiempo era incrédula, prevenida, miope, incapaz de reaccionar, optó por refugiarse en la seguridad de los rasgos compulsivos y rutinarios de los que mandan y deciden sobre haciendas y vidas.
No podían permitir que el libreto se alterara con improvisaciones de sublevados, de seres tutelados durante decenios. Es imposible, es un fraude, es la traición de «nuestra gente», nosotros que velábamos sus sueños que siempre fueron pesadillas, así nos pagan.
Nuestros valedores estaban rabiosos, dolidos, asqueados. Ocho años apuntalando el sistema de castas benditas y bendecidas, cambiando las llaves de las puertas de paso de cada oficina importante, de cada firma, de cada compra, de cada doctorado, de cada empleado. Ellos que sostenían los bolígrafos donde se firmaban sentencias, autos y decretos; ellos que sostenían la mano en donde firmaban cheques y transferencias de compras etéreas, como los virus que las novacunas nunca inocularon; ellos que estaban sentados en salas de reuniones impersonales donde ordenaban para que otros verdugos obsesos ejecutaran y éstos últimos, a su vez, ordenarán y ejecutarán hasta llegar al último reducto de una cadena del proceso burocrático, la última ventanilla, la última alcantarilla.
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El país del eufemismo se desajustó, palabras y palabras se utilizaron para encubrir el terror de unos resultados imprevistos, ellos solo querían decir NO, pero era muy burdo, necesitaban historias imposibles, cuentos de hadas macabras llenos de sicarios fiscales, jueces editores de órdenes ilegales escondidos en mazmorras donde cocinaban brebajes de pizcas de leyes, con pelos de bueyes con gotas de rabia, para convertir lo incontrovertido en falsedades y fraudes.
Y trataron y trataron, y siguen tratando, conjuros y evocaciones a dios, a la patria y a su libertad.
Los que caminábamos ese día del sexto mes no imaginábamos cómo infiltramos el muro con un simple gesto, las columnas, las vigas, los techos de esa casa que era de ellos, solo de ellos, para ellos y para sus escasos invitados. Nos colamos y jodimos su fiesta exclusiva, y no se explican cómo pasó, si dejaron a sus mejores perros guardianes, el cerbero de su reino, de su capitanía general, de su república bananera.
Fuimos y somos historia, y mientras camino de la cocina a la sala con el televisor y nos sentamos a ver al hijo de un presidente ser presidente, recibiendo la banda de su amigo con sonrisa de niño, tomo un sorbo de café y pienso en la plaza a esa hora y en esos incrédulos que lo único que hicieron fue marcar una equis en unos papelines de colores.
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Carlos Ovalle
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