Pero, como lo dijo Platón ya hace más de dos mil años, la opinión o doxa, no es más que una cuestión que se basa en las apariencias, no en la verdad, es decir, en el conocimiento real de las cosas. En este sentido, vale la pena reflexionar en torno no solo a cómo se forman nuestras opiniones, sino a las consecuencias que estas generan en los otros y en el entorno que los rodea.
Según el Diccionario de la lengua española, opinión significa: «Juicio o valoración que se forma una persona respecto de algo o de alguien». La pregunta básica es, ¿cómo se forma la opinión con respecto a un tema determinado? En principio, se hace por medio de las opiniones que a la vez se escuchan primero en el seno de la familia, en la iglesia, entre los vecinos y amigos, en la escuela y, una vez que se accede a estas, en las redes sociales. Así, se generan creencias desde la infancia, que van reforzándose o no en los distintos ambientes en que se viva.
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Ello conlleva, por supuesto, ventajas y desventajas. Entre aquellas están las que son un marco de referencia que nos permite desenvolvernos en sociedad y compartir con los demás una forma particular de ver el mundo. Entre las desventajas, por un lado, están las creencias que desde pequeños asumimos como verdades absolutas, pero que no necesariamente lo son. Muchas están basadas en prejuicios, en supersticiones, en cuestiones fundadas bien en la ignorancia o en lo que en su momento (ya pasado para nosotros) agradó o no a los miembros de la comunidad en que vivimos. Por ello, además de válido resulta necesario revisarlas y ver con cuáles de estas creencias nos quedamos y cuáles es necesario modificar o eliminar.
Por otro lado, están las creencias que obtenemos (y que muchas veces repetimos de manera automática) a través de las redes sociales. Con estas hay que tener, además de lo anterior, mucho cuidado, pues no siempre son genuinas ni desinteresadas. Es decir, es válido preguntarse cuando surge una opinión, en especial negativa, en torno a algún funcionario, un artista o alguien destacado, ciertas cuestiones. Primero, la opinión ¿se basa en hechos (que siempre pueden comprobarse) o en la suposición de quien la emite? ¿Los hechos, si los hay, en realidad son como se muestran o hay otras opciones? Esto es importante porque la historia y la cotidianidad está llena de aparentes pruebas falsas que hemos visto han sido fabricadas de forma maliciosa tales como algunas fotografías o vídeos que en ocasiones se han difundido con el obvio propósito de hacer el mal y perjudicar.
Segundo, antes de caer en la especulación es necesario verificar, en la medida de lo posible, quién está detrás de una opinión y cuál es el interés que lo motiva. A veces, de manera ingenua caemos en la trampa de seguir una opinión en las redes que, en el fondo, solo beneficia a cierto sector o a alguna persona en particular. Lo lamentable es que terminamos apoyando ideas o personas que en realidad no son afines a nuestros propios valores e intereses e incluso pueden acabar perjudicándonos.
¿Qué hacer, entonces, para que nuestras opiniones sean lo más objetivas posible? En principio, basarlas en hechos. Estos son comprobables. También que, antes de emitir cualquier comentario, consultemos diversas fuentes de información y las contrastemos para ver qué tienen o no en común. Además, ser precavidos y no precipitarnos a lanzar opiniones en las redes u otros ámbitos, sobre todo aquellas que son destructivas y que muestran altas dosis de odio. Estas dañan a quien las recibe quizás de una manera injustificada.
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