Los acontecimientos y discusiones relacionadas con las elecciones de 2023 parecen irse alejando y borrando de la mente de los ciudadanos conforme pasan los días, tal como siempre ha ocurrido en Guatemala desde 1985 a la fecha, en la que lo electoral solamente acapara la preocupación política durante el proceso de elecciones, lo que ha permitido que repitamos, una y otra vez, el mismo escenario cada cuatro años: se discuten los defectos, se analiza los escenarios, se pronostican los problemas posibles y luego se olvida, con lo que el ciclo perverso de análisis-crítica-crisis se repite inexorablemente.
Este año quizá sea diferente debido a que aún enfrentamos la amenaza de un golpe no tradicional que mantiene la expectativa sobre la posibilidad real de que ocurra la transición de mando. La buena noticia es que a estas alturas de la crisis parece que la movilización ciudadana, liderada por las autoridades ancestrales indígenas, unida a la intensificación de la presión internacional, que amenaza con sanciones políticas y económicas, finalmente ha determinado una suerte de tregua política que parece haber desactivado la crisis, al menos por el momento. Está por verse cuál será la estrategia futura de estos actores antidemocráticos, ya que es seguro que volverán a actuar en un futuro inmediato, aunque por el momento no sepamos el cuándo ni el cómo.
Con la llegada de la magistrada Blanca Alfaro a la presidencia del Tribunal Supremo Electoral (TSE) ya se empieza a concentrar la discusión y la atención ciudadana en la conformación de la Comisión de Actualización y Modernización Electoral (CAME), especialmente debido a dos factores: la crisis electoral de 2023, que convenció a muchos actores de la importancia de discutir las reformas a las reglas electorales, y las declaraciones de la presidenta entrante del TSE, que ha declarado que su prioridad es lograr que la CAME se concrete en una reforma electoral, en especial si consideramos que el antecedente de 2019-2020 –cuando por primera vez se articuló esta Comisión– produjo una propuesta de reforma que nunca fue aprobada por el Congreso.
Con este antecedente electoral, es previsible que en las próximas semanas se empiece nuevamente a discutir las posibles reformas que, se cree, son importantes para mejorar la democracia guatemalteca, tal como ya se ha visto en diversos programas de discusión mediática. Lamentablemente, parece que dichas discusiones volverán a cometer el mismo error de siempre: no entender el proceso electoral en su conjunto, sino solamente visualizar problemas que parten de la experiencia concreta del momento.
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El mejor ejemplo es que debido a las dificultades concretas que tiene el partido Semilla por una transición electoral muy larga, ahora se pide volver a lo de antes, que es una transición muy corta, tal como ocurría hasta las elecciones de 2015. Igualmente, volverán a arreciar las voces respecto a alterar la forma en que se elige a los diputados, apostando por una alternativa que combine listados abiertos o un rediseño de los distritos electorales para que en cada circunscripción se elija menos diputados, lo que favorecería supuestamente la rendición de cuentas electoral.
En general, cada proceso de reforma electoral parece guiarse por esta actitud reactiva y centrada en puntos específicos que solamente garantiza reformas caóticas y poco estratégicas que garantizan reformas gatopardistas: cambios que alteran todo, pero que, en el fondo, no cambian la naturaleza antidemocrática de las elecciones. Lamentablemente, no se logra entender que las normas electorales solamente son una parte del problema. Hay muchas variables que produjeron la crisis de 2023, una de ellas es la forma errática y poco analítica en la que votan mayoritariamente los ciudadanos, con lo cual realizar reformas a la LEPP es necesario, pero no suficiente.
Adicionalmente, el número de posibles reformas probablemente volverá a ser enorme, tal como ha ocurrido en cada proceso de reforma electoral desde 2004 en adelante, con lo que es poco probable que exista una presión real para concretar alguna reforma medianamente coherente. El pronóstico, por lo tanto, es sombrío: las inercias antidemocráticas que acarreamos, desde 1985 a la fecha, volverán a producir una predecible crisis en el 2027, a menos que encontremos la forma de desactivar esta forma cáustica en la que proponemos reformas electorales.
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