Antes de la llegada de los españoles, los pueblos originarios de estas tierras habían desarrollado sistemas alimentarios sumamente avanzados y sostenibles. Los relatos del conquistador Hernán Cortés dan cuenta de la impresionante organización y variedad de los mercados que encontró a su paso por Yucatán. Estos espacios de intercambio comercial ofrecían una amplia gama de alimentos que estaban al alcance de los antiguos habitantes de la región.
Los estudios arqueológicos respaldan esta imagen de abundancia y bienestar nutricional, en donde los restos óseos de las poblaciones mayas prehispánicas revelan promedios de estatura considerablemente más altos que los de la actualidad. Los hombres alcanzaban entre 1.55 y 1.66 metros, mientras que las mujeres medían entre 1.46 y 1.52 metros.
Las anteriores cifras contrastan dramáticamente con la realidad actual de Guatemala, de acuerdo con un estudio publicado en la revista The Lancet, las mujeres guatemaltecas poseen la menor estatura promedio a nivel mundial, ubicada en 1.49 metros. Aún más preocupante, la talla media de las mujeres en el país ha aumentado apenas 1 centímetro en los últimos 50 años, lo que evidencia la persistencia de profundas brechas nutricionales. Particularmente alarmante es la diferencia de hasta 5 centímetros entre las mujeres indígenas y el resto de la población guatemalteca.
Estas disparidades reflejan la profunda desigualdad que sigue caracterizando a la sociedad guatemalteca, ya que las comunidades indígenas, que históricamente han sido despojadas de sus tierras y recursos, continúan enfrentando barreras estructurales para acceder a una alimentación adecuada y diversos servicios básicos. Como resultado, la desnutrición crónica afecta al 46.5 % de los niños menores de 5 años, con prevalencias aún más elevadas en las zonas rurales y entre la población indígena.
Para revertir esta dramática situación, es imperativo emprender un cambio transformador que aborde las raíces históricas de la desigualdad y la exclusión; esto implica, en primer lugar, reconocer y reparar el despojo y la explotación sufridos por los pueblos originarios a lo largo de siglos. Es fundamental devolver a estas comunidades el acceso y el control sobre sus tierras y recursos naturales, permitiéndoles recuperar sus sistemas alimentarios tradicionales y sostenibles.
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Asimismo, desde las comunidades organizadas y sociedad civil se debe forzar al aparato estatal a cumplir con las responsabilidades de ley para la implementación de políticas y programas integrales que garanticen el derecho a la alimentación y la nutrición adecuada para todos los que vivimos aquí, priorizando a los sectores más vulnerables. Esto requiere invertir en el fortalecimiento de la producción, distribución y acceso a alimentos nutritivos, así como en el mejoramiento de los servicios de salud, educación y saneamiento básico.
Pero el cambio más profundo debe darse en el plano simbólico y cultural, por lo que es necesario erradicar los prejuicios y estereotipos que han estigmatizado y discriminado históricamente a los pueblos originarios, reconociendo y valorando sus conocimientos, prácticas y cosmologías en torno a la alimentación y la nutrición.
El opresor y sus ayudantes, por lo general técnicos, ofrecen «intervenciones de bajo costo» o estrategias de «cambio de comportamiento» para sustituir el alimento y todo el conocimiento ancestral, sin reparar en el despojo de la dignidad y humanidad de los oprimidos.
Como señalaba el pedagogo brasileño Paulo Freire, «la liberación de los oprimidos es también la liberación de los opresores». Solo cuando los pueblos históricamente despojados y marginados accedan a los medios de producción que garanticen su alimentación y nutrición, podremos construir una sociedad verdaderamente justa y en paz.
Este cambio transformador requiere del diálogo, la reflexión crítica y la acción colectiva. Tanto los opresores como los oprimidos deben reconocer sus roles en la perpetuación de este sistema desigual, y unirse en la construcción de nuevas formas de organización social y económica que permitan a todos ejercer su derecho a la vida digna.
Finalmente, solo así se podrá sanar las heridas del pasado y abrir paso a un futuro en el que el bienestar, la salud y la armonía prevalezcan sobre el despojo y la desigualdad. Este es el desafío que enfrentamos, y la oportunidad de transformar la trágica historia de la alimentación en Guatemala en una crónica de liberación y justicia para todas las personas.
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