Sin embargo, en las comunidades polvorientas de Guatemala, donde el sol quema como brasas al mediodía, la tarde apenas da un respiro y la noche llega con un frío que cala los huesos. Las promesas de los gobiernos se deshacen como tortilla vieja. En esas casitas humildes, de lámina y adobe, que se convierten en hornos de día y neveras de noche, la desnutrición no es un discurso, es una realidad que carcome a los más pequeños y a los abuelos que ya no pueden más. Aquí, en el corazón de la Guatemala invisibilizada, el hambre no es un «cambio de conducta» ni un mal hábito, como quieren hacernos creer. Es pobreza, pura y dura, de esa que no te deja elegir qué comer, porque simplemente comés lo que hay, si es que hay.
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Décadas de gobiernos han desfilado con la misma cantaleta: «reduciremos la desnutrición», «erradicaremos la pobreza». Desde el gobierno de Otto Pérez Molina, que juró bajar la desnutrición crónica en un 10 %, hasta el actual, todos han pintado un futuro brillante que nunca llega. ¿Y qué pasó? Nada. La desnutrición sigue aferrada como garrapata, estancada en unos lugares y peor en otros, especialmente en esos rincones castigados por la sequía, donde la tierra ya no da ni para un elote. Los discursos se repiten, pero ahora con un nuevo truco: hablar de «malnutrición» para culpar a las familias, como si el problema fuera que no saben comer y no que no hay comida saludable en la mesa. ¡Vaya cinismo!
Este gobierno, como los anteriores, llegó con promesas grandes y bolsillos llenos de excusas. Al principio, hablaron de reducir la desnutrición, pero luego, con un juego de palabras mañoso, se lavaron las manos. No han tenido el valor de señalar a los gobiernos pasados, y cómo podrían, si muchos de los que hoy están en el poder fueron compinches de los corruptos y demagogos de ayer. Esos que saquearon el erario mientras las familias en el interior seguían comiendo tortilla con sal, cuando mucho. La pobreza en Guatemala no se resuelve con un bono de Q500 o una «torta de cemento» en la casa, como si eso llenara el estómago. La pobreza es estructural, es histórica, es la falta de tierra, de agua, de trabajo digno. Es la exclusión de siempre, la que deja a las mismas comunidades, a las mismas familias, a los mismos niños atrapados en un ciclo que los gobiernos no han querido romper.
Pero no todo está perdido, ¡carajo! Todavía hay una oportunidad, aunque sea pequeña, para que este gobierno haga algo que valga la pena. Si no pueden reducir la pobreza, si no pueden cumplir con las promesas de aminorar la desnutrición crónica, al menos que se pongan las pilas y aseguren que haya comida en la mesa de las familias más vulnerables. Mitigar el hambre no es lo mismo que erradicar la pobreza, pero es un paso. Es un respiro para la madre que estira la masa para que alcance, para el abuelo que ya no puede cortar caña, para el niño que se duerme con la panza vacía. Poner comida en la mesa no es una solución mágica, pero es un compromiso humano, un gesto que dice: «No los hemos olvidado».
Mientras tanto, las comunidades seguirán esperando. Esperan que algún día un gobierno cumpla y no solo prometa. Esperan que el acceso a la tierra, al agua, al trabajo digno, deje de ser un sueño y se convierta en realidad. Porque en Guatemala, las promesas rotas ya no caben en el corazón de la gente. Es hora de que los gobernantes se dejen de tibiezas y actúen. No queremos más discursos, queremos comida en la mesa, queremos esperanza que no se desvanezca con un próximo gobierno. Que no sea solo una promesa más, que sea un compromiso que se sienta, que se viva, que se transpire. Porque el hambre no espera, y la niñez de Guatemala, tampoco.
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