Para quienes vimos en Bernardo Arévalo una alternativa, una luz para desmantelar las redes corruptas que hoy comparten el poder político y económico con las élites tradicionales, su desgaste, su tibia reacción y, sobre todo, su falta de priorización en temas como la lucha contra el hambre han sido una decepción. Su gabinete, que prometía ser un punto de inflexión, parece atrapado en la misma inercia que ha caracterizado a gobiernos anteriores. Esto no es solo una crítica a su gestión; es la constatación de un modelo fallido. Aquí no funciona eso de «ingresar al sistema y destruirlo desde adentro». En Guatemala, el sistema no se deja transformar: te absorbe, te asfixia y se nutre incluso de las mejores intenciones, como las que trajo Arévalo.
Mientras la estabilidad política pende de un hilo más frágil que un bolo bajando por los Cuchumatanes, es evidente que las esperanzas no pueden seguir depositadas en la vía política tradicional. Las elecciones, los discursos y las promesas nos han mostrado, una y otra vez, sus límites. Pero no todo está perdido. Hay un camino alternativo, uno que no depende de las cúpulas del poder ni de las urnas: la cooperación comunitaria. Es en la gente, en las comunidades, en los aportes cotidianos de cada uno donde podemos sembrar el cambio estructural que tanto anhelamos.
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La historia reciente nos ofrece ejemplos luminosos de lo que es posible cuando las comunidades se organizan. En San Juan Atitán, Huehuetenango, el servicio voluntario ancestral es un pilar de vida. Allí, policías, guardabosques y promotores de salud trabajan sin esperar un salario, guiados por una tradición de compromiso colectivo que trasciende generaciones. En las concesiones forestales de Petén, las comunidades han hecho de la educación, la salud y manejo sostenible de sus recursos una prioridad, han logrado que la malnutrición sea algo extraño en lugar de una realidad cotidiana. San Juan La Laguna, con su proyecto turístico comunitario, ha tejido una red de colaboración que no solo genera ingresos, sino que fortalece la identidad y el desarrollo local. Cooperativas, pastorales y grupos voluntarios en todo el país siguen demostrando que el servicio desinteresado puede llenar los vacíos que el gobierno no alcanza —o no quiere— cubrir.
Estos ejemplos no son utopías ni casos aislados, son verdaderas semillas de un modelo que puede florecer si lo nutrimos. La salud, por ejemplo, es un tema urgente que no puede esperar a que el gobierno despierte. Si el gobierno no implementa estrategias de participación activa en este ámbito, entonces nos toca a nosotros salir de las redes sociales y activarnos en nuestras comunidades. Imagínese lo que podríamos lograr si cada barrio, cada aldea, contara con un grupo de voluntarios capacitados para atender emergencias básicas, promover la nutrición o gestionar campañas de prevención. No se trata de reemplazar al Estado, sino de demostrar que la voluntad colectiva puede ser más poderosa que la burocracia paralizante.
La cooperación comunitaria no es solo una respuesta a la crisis, es una filosofía de vida que nos da sentido de pertinencia. En un país donde el sistema político y económico ha sido diseñado para beneficiar a unos pocos, organizarnos desde abajo nos permite recuperar el control de nuestro destino. No necesitamos esperar a que un líder mesiánico nos salve ni a que las próximas elecciones traigan la solución mágica. El cambio empieza en el vecino que comparte su conocimiento, en los adultos que enseñan a los niños a clasificar la basura, en el joven que dedica su tiempo a construir algo mejor para todos.
Claro, este camino no está exento de desafíos. La pobreza, la desigualdad y la falta de recursos son obstáculos reales. Pero la historia de Guatemala está llena de ejemplos de resistencia y creatividad frente a la adversidad. Los pueblos ancestrales, por ejemplo, han preservado su cultura y su cohesión social a pesar de siglos de marginación. Ese espíritu resiliente es el que debemos canalizar ahora. No se trata de romantizar la lucha, sino de reconocer que en nuestras manos está la capacidad de transformar la realidad, paso a paso, con paciencia y esperanza.
La vía alternativa que propongo no es un abandono de la política, sino una redefinición de dónde reside el verdadero poder. Mientras las cúpulas se desgastan en pugnas estériles, nosotros podemos construir desde las bases un país más justo. Esto requiere compromiso, organización y, sobre todo, fe en nosotros mismos. No es una tarea sencilla, pero ¿cuándo ha sido fácil algo que valga la pena en Guatemala?
Este intento de país no necesita más promesas vacías ni salvadores de turno. Necesita que sus hijos e hijas se levanten, se miren a los ojos y decidan, juntos, construir el futuro. La vía alternativa está frente a nosotros, y es tan sencilla como poderosa: ayudarnos unos a otros, desde la comunidad, con las manos abiertas y el corazón dispuesto. Porque, si algo nos ha enseñado nuestra historia, es que la esperanza no se mendiga; se cultiva. Y hoy, más que nunca, es tiempo de sembrar.
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