Qué sorpresa fue empezar a escribir y constatar que ya pasaron cinco años del inicio del COVID-19. Ese año publiqué una reflexión derivada de conversaciones que tuve con escépticos de la pandemia y la desinformación. La recordé hace poco porque leí una columna que injustamente repite el señalamiento al posmodernismo como responsable de encontrarnos en el reino de los hechos alternativos. No es cierto que la verdad sea enemiga de la democracia para el proyecto posmoderno, ni que la apertura devenga en un burdo relativismo. En el fondo, no es que hayan hechos o interpretaciones, sino un entramado donde ambas se mezclan.
En el primer texto sugerí que «la mentira de la verdad» es reducirla a algo simple y verificable. Podríamos complementar diciendo que además no es absoluta, ni única. Especialmente en política, donde reina la contingencia y la refriega siempre está cambiando. En ese sentido, pese a que hay hechos objetivos, estos ocupan solo una instancia dentro de un marco común de deliberación sobre quiénes somos y qué valoramos. Esas grandes preguntas no se responden con tecnicismos, sino con relatos y consensos. Eso obviamente no implica ignorar los hechos o la ciencia, sino darle su lugar en un diálogo más amplio y permanente.
[frasepzp1]
No sorprende, entonces, que en ese ejercicio de apertura y deliberación, encuentren lugar los relatos falsos. Algunos equivocados, constituidos por errores genuinos que brindan la oportunidad de aprender, colectiva e institucionalmente. No obstante, hay otros llenos de mentiras, medias verdades, información engañosa e incluso verdades simplificadas y descontextualizadas, estos, son mucho más problemáticos. La diferencia estriba en la intencionalidad, que no deja de ser un asunto espinoso porque es difícil conocer las intenciones ajenas. Pero, en general, pretender que quede un solo relato oficial y verdadero —pensemos en la Cicig como ejemplo— sería absurdo y complejo.
Aunque, por más prudentes y abiertos que seamos, no toda interpretación es válida, ni se acerca a la verdad. Por ejemplo, sería difícil poner a Trump como arquetipo de honestidad. Eso haría un relativista. Y un cínico. Como también sería difícil no ver las enormes diferencias entre Giammattei y Arévalo; ni digamos, pues, de sus respectivas bancadas. Los «relatos» no son equivalentes y las diferencias claro que importan.
Sin embargo, no es suficiente. Y no lo es porque la gente no busca ni se convence con la verdad. Esa es «la verdad de la mentira», que la mentira tomada como verdad les basta y les sobra. Dicen, por ejemplo, que Arévalo ganó por fraude, como dicen que Hitler era comunista. Por eso atienden los mensajes de Fratti, Mendez Ruiz, Hoffmann y todos los «reenviados muchas veces», misivas que leen por las mañanas con muchas más mentiras y datos falsos que ningún fact-checking podrá detener.
Ocurre que un enorme ecosistema de desinformación ha desplazado nuestra convicción en la construcción de una convivencia pacífica. En el fondo, eso es lo que hacen los autócratas o aspirantes a serlo, minar la confianza de las instituciones y presentar la democracia como un viejo e inservible sistema, como explica Anne Applebaum en Autocracy S.A. Lamentablemente, como escribe Alfredo Ortega, Arévalo se arriesga en darles razón si no entrega resultados pronto sin necesidad de repetir gestos de caudillo que resultan innecesarios y contrarios a su liderazgo.
Por su parte, Applebaum conversa en torno a esta alianza global entre las autocracias y algunos regímenes híbridos, liderado por Rusia y China, interesados en destruir el relato democrático y derechos humanos. Ese relato lo sustituyen por otro más sutil y peligroso, campañas de desinformación y desprestigio que hacen eco en este terruño. En él utilizan conceptos como el orden multipolar, repetido por algunos afines a Codeca, la ficción de lo woke contra la que luchan los conservadores, y la soberanía, entendida como un pase libre de la impunidad para dictadorzuelos. La intención es repetir el estribillo de que las democracias son ineficientes, débiles e inmorales.
A nivel regional, el discurso antidemocrático goza de popularidad, sobre todo por la extrema derecha y sus showmans, con Bukele, Milei y Trump. La izquierda antidemocrática de Maduro y Ortega-Murillo aún se sostienen, gracias a las alianzas de las que habla Applebaum, pero son altamente impopulares e ineficientes. Pero también es impopular la democracia y el orden liberal, con resultados mediocres para las mayorías, por lo que es comprensible que el deseo del caudillo eterno y el mesianismo permanezca. Se vienen años duros, por lo que es aún más importante articular algo y hacerlo con alegría.
Más de este autor