En el diálogo Crátilo, Sócrates convence a Hermógenes de que las palabras tienen una propiedad natural con lo que nombran, y alguna exactitud y una fidelidad según sus raíces. El diálogo me lo recordó Caparrós en su columna La palabra anarcocapitalismo. Yo, al contrario que Sócrates y Caparrós, no tengo problema con categorías que dicen algo «imposible»; creo que es lo que deberíamos buscar: decir lo indecible. Quizás podamos imaginar palabras que se burlan de nosotros, pero no las que no hacen un sentido por hacer muchos. Escribo «hacer sentido» (makes sense) y no «tener sentido» porque justamente me parece que eso es lo que hacen las palabras –sentido–, muchas veces sin tenerlo, como propiedad. Así que discrepo con Caparrós, pues mientras la palabra se utilice, la palabra hace o tiene sentidos, pese a que un destino sea terminar como oxímoron.
Las palabras no tienen que ser fieles al origen, a pesar de que corran el riesgo de simplificarse y aparejarse con contrarias, como anarcocapitalismo o liberales-conservadores. Las palabras cambian, a veces traicionan, sobre todo cuando se utilizan en política. Se reducen a eslóganes. Como sucede con la falsa equivalencia que disminuye «mercados libres» a «mercados sin instituciones políticas» o «Estados liberales» a «mínimos o policiales». Los eslóganes eluden la complejidad por eficiencia y estrategia. Es una palabra-bala, dirigidas a matar el pensamiento, la pregunta. Y, si pueden, el enemigo. Y podrán reírse de nosotros, pero la estridencia que me importa es la de quienes se benefician de los efectos de esas simplificaciones. En este caso, podrían ser empresarios que capturan esos «libres» mercados debido a que los Estados «liberales» están capturados por ser mínimos o inexistentes. Entonces, más que denunciar en la contradicción una «imposibilidad», el trabajo consiste en hacer las preguntas, analizar los efectos y señalar a los que se benefician y ríen en alto (cui bono) detrás de las cámaras.
Más allá del divertido meme de «liberal en lo económico y conservador en lo social», me pregunto ¿qué relación puede tener «la familia tradicional» con el «libre mercado»? Lo que une ambas fuerzas, y a veces los revuelve en «liberales conservadores», es el rechazo del «socialismo o colectivismo», infiero del interesante artículo de Carroll Rodríguez. Y el libro de Wendy Brown, En las ruinas del neoliberalismo, profundiza: no solo es el Estado sino la democracia, la sociedad y la justicia social. Así es como se entiende que los «liberales conservadores» no solo hayan apoyado los ocho años de retroceso institucional y se hayan opuesto al cambio elegido democráticamente. De cierta manera tanto la moral tradicional como los mercados capturados reproducen desigualdad. Ambos se oponen al principio democrático de la igualdad.
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He escrito otras veces sobre la participación de grupos conservadores que se han prestado a la mercantilización y utilización de su fe para objetivos estrictamente políticos. Muchos claramente antidemocráticos y dudosamente laicos. Nadie es ajeno a que cada paso de consolidación autoritaria y necropolítica venía acompañado con música provida y valores tradicionales. No es una situación imaginaria, como lo es la «peligrosa» y ubicua agenda 2030, puesto que está a la vista y ocurre diariamente. Además, ya hemos tenido dictadores y genocidas en este país de Biblia y ametralladora. La trivialización y degradación de la fe ha sido una constante, pero interna, los propios creyentes que se prestan a utilizar sus creencias como armas, creencias-balas.
Greg Grandig, en su introducción de The Last Colonial Massacre, insiste que una reducción importante en el siglo XX fue dejar de entender la democracia como algo que aparejaba y combinaba la libertad con cierto tipo de igualitarismo, una experiencia vivida de igualdad y libertad. Ahora se reduce a un simple procedimiento en donde libertad e igualdad no tienen relación. Necesitamos combatir el imaginario finquero que insiste en que la desigualdad es una constitución natural y que la diferencia es causa suficiente y necesaria para continuar un sistema de dominación y exclusión.
Me recordé de los liberales conservadores cuando vi la reacción de varios al discurso que dio Javier Milei en Davos. Los epítetos eran los conocidos, como el supuesto «peligro que amenaza a Occidente», la amenaza «socialista», la sacralización del «capitalismo» como única solución, el embuste y la violencia de la «justicia social». También los valores tradicionales, la animadversión contra la «agenda feminista» o demandas del medio ambiente. Y entonces ves los dos ejes operando, ves las palabras liberales y conservadores caminando de la mano contra la democracia y las demandas que ella representa.
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