Desde que escribí Hay que ser idiotas tomé distancia del derrotismo y la crispación que dominan el ambiente político contemporáneo, donde el mundo parece estar al borde del precipicio. En su lugar, intento practicar una disposición a la esperanza, combinada con una dosis de renuncia, un desprendimiento con el que algún día quisiera ingresar al club de los Bartlebys. Lo hago porque aquella incesante actividad «política» que pretendía sostener la esperanza en un mundo mejor terminó pareciendo más bien una agitación improductiva —parafraseando a Jorge Freire— que nunca me llevaba a ninguna parte. Y ese es precisamente el lugar que quisiera evitar para recibir el final de los tiempos; o al menos, el final de mi tiempo.
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Cuando uno avanza con un ritmo más pausado, empieza a notar lo que antes pasaba desapercibido: los atardeceres que estiran los segundos o los hongos que Anna Tsing encuentra mientras camina, escapando de la sensación de un mundo que se viene abajo. En La seta del fin del mundo, Tsing relata las historias que se tejen en torno a los matsutake, un tipo de hongo que crece en lugares inhóspitos: bosques deforestados o destruidos, ruinas que el capitalismo ha dejado atrás. Estas historias conectan a recolectores de hongos en Oregón —veteranos de guerra o migrantes asiáticos, también marcados por la guerra— con comerciantes y compradores en Japón, donde estas setas son altamente valoradas. Las cadenas de suministro que la antropóloga sigue, como rutas de una red de ensamblajes casi invisibles, contienen relatos de vidas que persisten y se regeneran en ambientes precarios y destruidos, hábitats que, sin embargo, continúan resurgiendo.
No se trata de una metáfora, sino de la vida misma que continúa ahí donde parecería haber solo devastación. Los matsutake no solo crecen en estos ecosistemas precarios, sino que los regeneran mediante la colaboración —intencional o no— con otros seres, como los pinos y los humanos. En un mundo donde la estabilidad se ha vuelto un lujo inaccesible, su existencia es testimonio de cómo la precariedad no es el fin, sino el escenario de nuevas formas de vida.
Hoy, la palabra progreso ha perdido su prestigio. La crisis ecológica se agudiza y, con el segundo mandato de Trump, es probable que lo haga aún más. El imaginario colectivo apocalíptico se intensifica. Hemos insistido en ver a la naturaleza como un ente a ser dominado y explotado para nuestro supuesto beneficio, y esa visión ha preparado el terreno para nuestra propia tumba. El progreso capitalista, con sus técnicas alienantes —que separan objetos y personas de sus contextos para convertirlos en mercancía— y sus estrategias extractivas (salvage), ha acumulado ganancias dejando ruinas detrás. En este horizonte, los hongos ofrecen una lección sobre cómo vivir en un mundo alterado, interrumpido.
Los hongos no solo resisten, sino que revelan alternativas: prácticas de colaboración y regeneración entre lo descompuesto y la vida. Y esto no ocurre únicamente en los bosques. Los recolectores de matsutake encuentran en su labor una experiencia de libertad al margen del capital; los compradores japoneses los adquieren no para especular con ellos, sino para regalarlos y crear vínculos fuera de la lógica de la ganancia. En ese sentido, los matsutake permiten otros modos de vida, alejados de los modelos antropocéntricos y del imperativo de acumulación.
Estas formas de colaboración multiespecie no siguen una planificación centralizada, no son replicables ni escalables según los criterios de la racionalidad económica. Quizá lo más liberador de la lectura de Tsing sea darnos cuenta de que no tenemos el control. Y aunque esto pueda parecer inestable y hasta peligroso, también significa que la capacidad de transformar y crear el mundo no está en manos de unos pocos, sino distribuida entre múltiples seres y encuentros impredecibles. Por eso, en este escenario, la esperanza se conjuga con la renuncia: la renuncia a ser el centro de un porvenir incierto, sin abandonar la esperanza de que algo mejor es posible.
Tsing nos invita a una manera distinta de comprender la realidad: no como un sistema estático, sino como un entramado dinámico de relaciones en constante transformación. Esta perspectiva nos aleja del individuo egoísta y autocontenido, esa ficción dañina que ha moldeado nuestra forma de habitar el mundo. Somos seres contaminados por otros, interdependientes: convivimos con bacterias como las bifidobacterias y con células que no son enteramente nuestras. Esto va más allá del «contengo multitudes» de Walt Whitman: implica reconocer nuestra vulnerabilidad y dependencia. Solo así podemos empezar a notar los modelos alternativos de colaboración que ya existen y aprender de ellos cómo seguir viviendo en el final de los tiempos.
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