En estos días, las noticias sobre el juicio contra María Fernanda Bonilla y José Luis Marroquín, por el asesinato de Melisa Palacios, han vuelto a acaparar la atención de los medios nacionales e internacionales. Algo similar ocurrió cuando se juzgaron los casos de Kevin Malouf, por el asesinato de Floridalma Roque, y de James Meda, por la muerte de Brenda Domínguez. En todos estos casos está en discusión la aparente tendencia a minimizar las muertes de mujeres.
También preocupa la imposición de condenas que no parecen acordes con la gravedad de los hechos. Esto ocurre porque los jueces, de manera repentina, modifican los delitos por los que fueron imputados, y los sustituyen por figuras delictivas menores. En el caso de Bonilla, se habla de rebajar el delito a «homicidio en estado de emoción violenta». En los casos de Malouf y Meda, a «homicidio culposo». Esto implica para todos los acusados una reducción sustancial del tiempo en prisión.
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En el caso del Médico Malouf, por ejemplo, la condena de tres años y cuatro meses de prisión, conmutables a razón de cinco quetzales por día, es un insulto a la memoria de la víctima. Dicha condena significa que la vida de Floridalma Roque apenas equivale a unos seis mil quetzales, que es la suma que tendría que pagar el médico asesino por recobrar su libertad. Lo mismo ocurre con Bonilla, quién en su más reciente declaración a los medios, afirmó de forma arrogante y abusiva que no le han vencido en juicio, y que espera recuperar su libertad muy pronto. Su confianza y su actitud desafiante demuestran el poder que tiene el dinero para comprar voluntades y evadir las responsabilidades, tal como seguramente ocurrió con el otro caso aquí narrado.
Lo indignante es que tanto Meda, como Malouf y Bonilla, demostraron una actitud de premeditación y alevosía cuando cometieron los actos que llevaron a la muerte de sus víctimas. Meda aceleró su vehículo para arrollar a unos indefensos estudiantes que exigían condiciones dignas en su establecimiento educativo, lo que cobró la vida de Brenda Domínguez. Malouf, por su parte, usó todas las artimañas para esconder su delito, incluyendo el desmembramiento del cuerpo de Floridalma Roque y elaborando planes para huir del país y eludir su responsabilidad. Y Bonilla, humillando y castigando sin piedad a Melisa Palacios por el simple delito de intentar reducir el control asfixiante y posesivo al que le sometía su supuesta amiga.
En ninguno de esos casos se justifica la reducción de la pena, alegando un estado transitorio de demencia producto de la emoción, o como consecuencia no de la premeditación, sino de la impericia, la negligencia o el impulso. Lo que se demuestra es el poco valor que tiene la vida humana para el sistema judicial guatemalteco, especialmente cuando la víctima es una mujer. Tal como se deduce del observatorio de las mujeres del MP, se visualiza que, de un total de cincuenta y ocho mil setecientas denuncias, apenas tres mil ochocientas concluyeron en órdenes de aprehensión. Además, solo hubo dos mil seiscientos detenidos, lo que significa una eficiencia del sistema judicial de apenas el 5 %.
La búsqueda de justicia para las víctimas, especialmente para las mujeres, debería ser una prioridad para una sociedad como la guatemalteca. Con estas decisiones judiciales, el sistema está confirmando que la igualdad ante la ley, tal como consigna el artículo 4 constitucional, es solamente una quimera, ya que en Guatemala prevalece la ley de la selva: manda el más fuerte, el que más recursos o influencias políticas posea.
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