Ha pasado ya casi un año desde que Bernardo Arévalo asumió el poder, y cerca de año y medio desde que una ciudadanía jubilosa inundó las calles para celebrar la victoria, en segunda vuelta, de quien creían representaba una esperanza de cambio: la promesa de una segunda primavera democrática. Los ecos de esos momentos parecen ahora lejanos y distantes. Con la algarabía y la esperanza convertidas en un bien escaso, una parte importante de analistas y ciudadanos observa con preocupación el ejercicio del poder durante 2024, un periodo en el que se perciben pocos avances y, más bien, se multiplican las amenazas.
El principal motivo de preocupación son las condiciones adversas en las que el presidente Arévalo ha ejercido su mandato, rodeado de actores políticos y judiciales que continúan conspirando para entorpecer y limitar la acción del Ejecutivo. Por otro lado, la Presidencia parece carecer de una estrategia clara y contundente para lograr un mejor balance de poder, especialmente porque se mantiene fiel a los procedimientos e instituciones legales que deberían regir en un verdadero Estado de derecho.
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En otras condiciones, mantener esa visión legalista, democrática e institucional podría ser vista como una virtud, pero si consideramos que el pacto de corruptos controla los dos poderes restantes del Estado —el organismo Legislativo y el Judicial—, es claro que cualquier intento de cambio que siga los procedimientos legales e institucionales, está condenado a un proceso cuesta arriba, tal como nos recuerda la experiencia de la extinta CICIG. Durante los años de trabajo de la Comisión, se ensayaron tres estilos de trabajo: el enarbolado por el primer comisionado, Carlos Castresana, quien optó por magnificar la vía política por encima de la judicial; luego, la desarrollada por el segundo comisionado, Francisco Dall`Anese, quién decidió solamente litigar en las cortes y abandonar la opción de la presión política; y, por último, el tercer comisionado, Iván Velásquez, quien decidió combinar ambas estrategias, dándole más alcance a la vía de la presión mediática y política.
El balance de los dos primeros estilos de trabajo demostraría que fue el tercer comisionado quién tuvo mayor éxito relativo, ya que, en su momento, toda Guatemala prácticamente giraba en torno a Velásquez. De esta época, Arévalo debería aprender el hecho de que, aunque es importante mantener la institucionalidad y los procesos que dictan las normas legales y democráticas del Estado de derecho, esta vía es un callejón sin salida. Los opositores no se han tentado el alma para transgredir este marco legal e institucional, por lo que es necesario superar esa ingenuidad política, para desarrollar una estrategia que trascienda ese estrecho margen de maniobra.
La buena noticia para el Gobierno es que, cuando se desarrolla el olfato y la estrategia política, siempre existe la forma de conservar la apariencia de legalidad, y alcanzar al mismo tiempo los objetivos políticos. El Estado de Guatemala ha sido construido bajo la lógica de la anomia[1] legal e institucional, por lo que la clave es hallar la interpretación y la correlación adecuada de fuerzas que impongan un resultado deseado. Por desgracia, solamente quién ha conocido las entrañas del Estado y ha recorrido los vericuetos de la anomia, puede desarrollar una estrategia ganadora. El peligro al recorrer este sendero paralelo es que, en el camino, se les olvide el objetivo de cambio para concentrarse en los beneficios que otorga tal manejo amañado de la institucionalidad y de la legalidad. Así pues, el peligro de no usar esta vía paralela es justamente lo que sucedió durante el 2024: un Gobierno maniatado, incapaz de emprender la promesa de cambio que fue la que los llevó al poder.
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