Y la pregunta es obvia: ¿Seguía siendo el mismo barco? Si lo habían cambiado todo, pieza por pieza ¿en qué se sostenía la idea de que era «el barco de Teseo»? Algunos decían que sí, porque mantenía su forma; otros que no, porque no quedaba nada intacto. Y todavía hay una versión más tramposa: ¿Qué pasa si alguien hubiera recogido todas las tablas viejas y, con ellas, reconstruido otro barco? ¿Cuál sería el verdadero?
Muchos años después, me despierto en un lugar que no conozco y esa pregunta me atraviesa de golpe, pero esta vez de forma más punzante. No solo no conozco el lugar, tampoco reconozco mi cuerpo. Me paro frente a un espejo y pienso si seguiré siendo la misma cuando ya cambié tanto, después de dejar atrás lugares, lenguas, afectos. Me miro y veo un barco con pedazos cambiados, con una memoria fracturada, un yo remendado tantas veces que parece imposible reconocer su forma original. Y, sin embargo, sigo llamándome por el mismo nombre, sigo reclamando pertenencia.
[frasepzp1]
Entonces me enfrento a un problema complejo: ¿Qué hace que yo siga siendo yo? Pienso en la continuidad de la memoria y la conciencia, pero eso plantea dificultades: ¿Qué pasa si olvido parte de mi vida?, ¿dejaría entonces de ser yo? Después considero algo más práctico: la continuidad del organismo. Pero el cuerpo cambia radicalmente con los años. Me viene a la mente una frase de teatro: «este cuerpo que no has tocado nunca». Intento aferrarme a la historia que cuento de mí misma, pero tampoco puedo, porque las narrativas se fragmentan y se transforman.
Desesperada, busco en todos los rincones de mi mente algo que pueda ayudarme. Encuentro la identidad como reconocimiento. Tal vez dependa de mí, o tal vez de cómo me reconocen los demás. En todos los casos, la identidad parece exigir unidad y permanencia, algo que no tengo, porque mi realidad solo muestra cambio y multiplicidad.
Así termino en medio de una paradoja. No sé si puede haber identidad sin estabilidad. No sé si la identidad es una esencia o más bien una construcción narrativa, relacional o política. No sé hasta qué punto «identidad» es un concepto útil, o más bien una ilusión que simplifica el flujo de la vida.
Tendría que escribir muchas más palabras de las que me permite una columna para contar todo lo que se ha derivado de esto, pero debo economizar caracteres. Tengo que dar un salto y pensar en mi país, en Guatemala, y lo que veo es el mismo barco partido: un territorio donde la identidad ya nació herida, hecha de pedazos arrancados por la colonización, por el racismo, por la guerra. Cada generación perdió algo: una lengua silenciada, una memoria borrada, un cuerpo desaparecido. Y, no obstante, seguimos llamando a todo eso Guatemala, como si el nombre alcanzara para sostener tantas tablas cambiadas.
Después viene la migración y la pregunta se vuelve aún más brutal. Uno se despierta lejos, en un lugar extraño, y la paradoja se clava en la piel. La distancia idealiza lo perdido y, al mismo tiempo, recuerda por qué nos fuimos. Es un doble duelo: perder lo que amamos y dudar si alguna vez lo tuvimos.
Así se habita una identidad en crisis: entre lo real y lo idealizado, entre lo que se perdió y lo que aún no termina de nacer. Una suerte de identidad transnacional, una conciencia mestiza. En medio de ese desconcierto recuerdo a Gloria Anzaldúa. Ella hablaba de vivir en la frontera como una condición existencial: ni de aquí ni de allá, sino de un «entre-lugar» donde duele no pertenecer, pero también se inventa lo nuevo. También se preguntaba por qué estaba obligada a escribir, y respondía con una brutalidad que me golpea: «Porque el mundo que creo al escribir compensa lo que el mundo real no me da… Para descubrirme, para preservarme, para construirme… Para convencerme de que valgo la pena y de que lo que tengo que decir no es una mierda».
De repente siento una especie de paz. Los pensamientos que corrían de un lado a otro en mi cabeza se detienen y me permiten respirar otra vez. Tal vez esta crisis de identidad con la que desperté un día no se resuelva con una respuesta lógica, sino con un acto creativo. La escritura puede ser también un espejo, pero un espejo distinto: no refleja lo que ya está dado, sino lo que se está haciendo en el momento mismo de escribir.
Por eso escribí esta columna: porque necesitaba tender un puente entre las tablas podridas y las piezas nuevas del barco. Escribir no para resolver la paradoja, sino para navegarla.
Escribo y me miro. No sé si soy la misma o soy otra, pero en el fluir de las palabras encuentro algo más honesto que una respuesta: encuentro movimiento.
Más de este autor