Nos registramos. Tercer nivel, sección de partos y maternidad. Dos enfermeras muy atentas nos reciben. Una nos lleva a un cuarto para prepararla. A los minutos llega el anestesista y da una explicación detallada de todo lo que va a suceder. Un rato más tarde llega una de las dos ginecólogas que iban a estar a cargo. Cuando finalmente entré a la sala de operaciones, había por lo menos ocho personas para recibir a mi hija Adele.
Por precaución, al nomás nacer, la llevan a una sala de cuidados especiales. Unas 15 incubadoras, media docena de enfermeras, médico y pediatra de planta. Todos los bebés, con aparatos para monitorear signos vitales y fórmula lista para alimentarlos. Reportes periódicos a los padres. Mientras tanto, en el cuarto, un desfile, casi cada hora, de enfermeras y médicos para monitorear el estado de salud de la madre. Servicio de primera calidad y de primer mundo.
A los padres se nos permite pasar las noches en un pequeño sofá cama. Es parte de la experiencia para que ambos padres puedan recibir y atender a sus bebés desde el primer momento. Habitación individual, baño compartido para uso exclusivo de las madres. Esposos y familiares, según se lee en una nota colgada en la puerta, deben salir a un baño familiar que hay en el corredor (primera señal contradictoria).
Al segundo día salgo a comprar un café. Al volver, ella me dice que una enfermera ha pasado a anunciar que tendrán que dividir la habitación y meter una cama adicional porque hay un repunte de nacimientos en esos días y necesitan todo el espacio disponible para alojar a más personas (segunda señal contradictoria). Vuelvo a verla y pienso: «¿Y estos con qué derecho invaden nuestro espacio de esa manera? ¿Es que acaso no tenemos derecho a privacidad? ¡Estos son momentos muy preciosos!».
Efectivamente, a las seis de la tarde entra un enfermero con una cama adicional, mueve mis cosas al otro lado del cuarto, corre las cortinas divisorias, nos da las buenas noches y se va. Y pasadas las dos de la madrugada entra otra pareja que recién salía de la sala de parto con una linda niña en sus brazos, a quien había llamado Abigail. Nuestros nuevos vecinos eran dos jóvenes de un pequeño poblado rural en la provincia. Ella niñera y él mecánico. Baja escolaridad y muy bajos ingresos.
Sin embargo, con ellos el algoritmo fue exactamente el mismo: desfile de enfermeras, médicos, pediatras, chequeos regulares a madre y bebé, padre durmiendo en su sofá cama al igual que yo. Un sistema totalmente ciego a las circunstancias de Adele y Abigail.
Dejé entonces de pensar como ciudadano nacido y criado en un país desigual y pobre y revisé esas señales aparentemente contradictorias que había percibido horas antes. Me di cuenta de lo cargado que estaba yo al interpretarlo todo desde mi experiencia personal, acostumbrado a pagar para anteponer el derecho individual. Y me di cuenta de que eso que estaba sucediendo frente a mis narices era justamente un ejemplo nítido de igualdad de oportunidades, de la manera como una sociedad puede llegar a organizarse para, por lo menos al momento de nacer, dar las mismas oportunidades a absolutamente todos sus ciudadanos sin importar el estrato social del que provengan.
Adele y Abigail, por el solo hecho de nacer en este país, vienen con una maleta llena de derechos que la sociedad les reconoce inmediatamente, lo que sin duda alguna las coloca desde sus primeros minutos de vida muy muy por delante de muchas otras niñas nacidas en decenas de sociedades que aún no terminan de entender que los bienes públicos son fundamentales también para el desarrollo individual, pero sobre todo para lograr cohesión social y progreso. Adele y Abigail son dos niñas, una rural y otra urbana, nacidas en Canadá.
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