Uno en particular, el objetivo 6, está dedicado a garantizar la disponibilidad de agua y su gestión sostenible. Según datos del organismo, la escasez de agua afecta a más del 40 % de la población mundial, y más de 1 700 millones de personas viven actualmente en cuencas fluviales donde el consumo de agua es superior a la recarga.
Hace cinco meses, comunidades indígenas y campesinas encabezaron la Marcha por el Agua en Guatemala. Cuatro columnas de pobladores afectados por la falta de regulación de este vital recurso ingresaron a la ciudad capital para exigir de las autoridades centrales un alto a la explotación salvaje de los ríos desviados por plantaciones de caña o de palma africana o para el uso de futuros proyectos mineros o de infraestructura. La contaminación de los principales caudales hídricos por falta de políticas de tratamiento de agua añade mayor presión a la problemática en el país.
«Alerta, alerta que camina la lucha por el agua en América Latina», expresaban por megáfono algunos de los movilizados. Sin embargo, no es solo en esta latitud del continente donde la protesta y la resistencia se evidencian a propósito de las consecuencias de la privatización del agua, del desvío de los ríos y del uso de la tierra por parte de compañías sedientas no de agua, sino de rentabilizar su producción. Porque, mientras Naciones Unidas impulsa una agenda global, las empresas transnacionales mantienen la suya por encima no solo de la protección del medio ambiente, sino de la preservación del patrimonio y de los derechos de los pueblos originarios.
Hasta hace poco invisible en los medios de comunicación tradicionales, actualmente también se libra una lucha similar en el norte de América. Y al grito de «ama el agua, no el petróleo» o «el petróleo no se bebe; el agua sí», los indígenas siux del territorio Standing Rock, de Dakota del Norte, llevan ya varios meses protestando contra la construcción de un oleoducto que está destruyendo sus sitios sagrados y amenaza con destruir el subsuelo fluvial. Al igual que en Guatemala, las poblaciones indígenas no son consultadas o se violan sistemáticamente tratados gubernamentales, con la consiguiente criminalización de la protesta social a cargo de la seguridad privada.
Al tiempo que las tensiones raciales se hacen más agudas en Estados Unidos, las reivindicaciones culturales también se agitan y no hacen más que recordar que el carácter fundamental de la nación estadounidense se ha basado en una perpetua violación de los derechos de los pueblos indígenas por medio del robo de tierras, la destrucción de sus sitios sagrados y el genocidio del 90 % de su población. Al igual que en otros países del continente, lo anterior se refleja en los índices de pobreza, encarcelación y desempleo, así como en los esfuerzos de asimilación o aculturación forzada en espacios de socialización (familia, iglesia y escuela).
El poder no concede nada sin una demanda, decía el abolicionista afroestadounidense Frederick Douglass. Después de cinco meses de lucha, los siux, en coalición con otros pueblos indígenas venidos de todo el país, lograron su primera victoria: que la administración de Obama suspenda provisionalmente la construcción del proyecto en áreas adyacentes al río Misuri. Sin embargo, es claro que esto es solo el inicio de la lucha.
El robo de la tierra y de la mano de obra (con la posterior esclavitud negra) es una historia no solo estadounidense, sino de todo el continente americano. De igual forma, la resistencia a prácticas neocolonialistas es interamericana, ya sea en el Cono Sur, en la región central o en las estepas norteamericanas.
En cualquier latitud del mundo, las poblaciones indígenas demuestran que la solución a la problemática del agua y a la preservación cultural y ambiental es no solo esencial para sus propias comunidades, sino también la salvación de las próximas generaciones y de la misma especie humana. De ahí que las metas del objetivo 10 para reducir la desigualdad y promover la inclusión social deben constituirse en el faro.
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