En mi quehacer clínico tengo pacientes que provienen de la región sur de Belice y que solo hablan q’eqchi’ e inglés. El español para ellos no es prioritario. Menos les interesa la posibilidad siquiera de ser guatemaltecos. Cuando les pregunto su parecer, ríen discretamente y guardan silencio.
Igual actitud tienen algunos mopanes con quienes he tratado por razones docentes. Reconocen nuestros valores, nos respetan, saben de las fortalezas de ellos y de las nuestras y mantienen una actitud cordial y asertiva. Pero en el tema del diferendo mantienen cierto mutismo que yo identifico con la prudencia.
Razones hay. En el collage de opiniones acerca de las históricas divergencias sobrevenidas con la firma del acuerdo anglo-guatemalteco de 1859 se percibe más ignorancia que conocimiento, más hígado que cerebro. Y el dinamismo de las relaciones entre guatemaltecos y beliceños es muy diferente en la línea de adyacencia que en las ciudades adonde, de uno y otro lado, se llega en vías de turismo o de negocio.
Nada nuevo. Bravuconadas y desplantes siempre ha habido. Empero, hermanos guatemaltecos que por azar han nacido o tenido que habitar en las regiones fronterizas están cargando con la peor parte. Más de una decena de baleados con no pocos fallecidos en los últimos cinco años constituyen una macabra evidencia.
Así las cosas, se necesita más ciencia y menos politiquería. Más seso y menos bufonadas. Me refiero a las intervenciones políticas con aviesos propósitos. Suficiente tuvimos con las payasadas de Miguel Ydígoras Fuentes, quien, al mejor estilo de Manuel Estrada Cabrera, terminó de trastocar —por puros desvaríos— el histórico nombre de la Calle Real de Santo Domingo de Cobán. Para mejor entender el asunto cito un párrafo del ensayo Una calle real, publicado en este medio el 13 de febrero de 2015. Es de mi autoría.
La cita: «Por razones puramente políticas de cada entonces, la Calle Real ha tomado dos quiméricas denominaciones. Del parque hacia el occidente se llama Calle Minerva; del parque hacia el oriente, Calle Belice. Chusemadas de Manuel Estrada Cabrera y de Miguel Ydígoras Fuentes. Uno, soñando con la diosa Minerva (nada qué ver con nuestras cosmovisiones y religiones), y el otro, con ir a tomar Belice por la fuerza (nada qué ver con nuestros propósitos)».
El quid pro quo es terrible. Esos dislates provocan alergias que cobran vidas. Y son vidas de hermanos guatemaltecos.
De tal manera, poco feliz fue el actual entonces del Congreso al aprobar un punto resolutivo recomendando a los guatemaltecos no viajar a Belice. Hasta el presidente de dicho organismo consideró inoportuno el dislate, que calificó de «torpeza política». Don Mario Taracena tuvo mucha razón cuando publicó en su cuenta de Twitter que «se vende una idea de falso patriotismo».
Desde la ciudá (como dicen algunos capitalinos) es muy cómodo emitir opiniones apasionadas que solo le hacen el juego a quienes —cuando el país está en crisis— invocan el diferendo con Belice para distraer la atención de la población. Es que ni originales son para lanzar sus cortinas de humo.
Si se quiere garantizar la vida de la población guatemalteca (en aquella región) debe afrontarse el problema con una visión objetiva y con mucha firmeza, no con fanfarronadas que solo llamen a engaño. La verdad a medias es un veneno para la población. Como guatemaltecos tenemos la obligación y el derecho de saber con certeza qué ha sucedido desde 1859, conocer quiénes fueron los ineptos o vendepatrias que mal manejaron los disensos, estar resguardados y resguardarnos. Ni qué decir del derecho a tener un equipo que lidere las negociaciones con ciencia y paciencia. Expertos en el tema los tenemos.
Peteneros, altaverapacenses, mopanes y q’eqchi’ estamos hartos de la indiferencia con que se ha tratado el asunto y de ser llamados al recuerdo de la sociedad solo cuando conviene a ciertos sectores que, pasada la llamarada de tuza, harán mutis hasta el próximo episodio en el que la muerte tendrá otro festín. La carne será la nuestra.
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